Si está de Dios que tengamos que tener rey porque así lo manda la intocable Constitución, ¿no creen que ha llegado el momento de que al menos nos permitan escoger al que más nos convenga? Los reyes lo son, exclusivamente, por pura dictadura genética. Son hijos de quien son y no hay nada que discutir. Con los genes heredan el trono y, salvo que los súbditos se empecinen en seguir la costumbre francesa de separarles la parte superior del cuerpo del resto, una vida de pompa y lujo.

Siendo la genética la única condición que se impone para ser nombrado rey y habiendo avanzado la ciencia una barbaridad en ese terreno, parecería lógico que un país escogiera a su monarca, si como en nuestro caso no le queda más remedio, tras una selección entre los mejores cromosomas del terruco. No digo yo de negarle a Felipe VI la oportunidad de participar en el concurso, pero basta un paseíto por las galerías del Prado para darse cuenta de que  sus antepasados, y quiero ser políticamente muy correcto, no parecen tener una carga genética de calidad contrastada.

Por supuesto que, estando en pleno siglo XXI, no debería haber discriminación de sexo a la hora de escoger soberano, aunque muchos en este país sigan pensando que es cosa de hombres. Y nosotros, los súbditos, deberíamos tener también voz y voto a la hora de elegir el o la consorte de su majestad. Nada de matrimonios por amor o conveniencia personal, nosotros pagamos sus lujos, nosotros escogemos con quien los comparte.  

Y, ya puestos a pedir, si la monarquía es el símbolo que representa a nuestro país, se han acabado los apellidos extranjeros. El próximo rey debe ser un Fernández, un López, si me apuran un Aguirre, pero se ha acabado eso de que los países vecinos nos coloquen material deteriorado para reírse de nosotros. Que menudas carcajadas llevan dándose los franceses a nuestra costa desde el siglo XVIII.