Lo malo de un loco es que siempre hay tipos mucho más locos que él dispuestos a seguirlo. No tuvo, pues, nada de extraño lo que sucedió el día de Reyes. Lo raro es que no hubiera ocurrido, algo tan ilógico como si separas los dedos del boli con el que escribes y este no cayera al suelo.

O sea, que estaba cantado. Que se veía venir. Efectivamente, horas antes, Trump, con su tez de zanahoria transgénica e indignada, con su gesticulación entre amanerada y chulesca, como un híbrido de Mussolini y Bugs Bunny, con su corbata viriloide y roja, instó a sus seguidores a marchar hacia el Capitolio, que es el sistema nervioso central de la democracia estadounidense, para impedir el robo de las elecciones. La misma monserga desde que las perdió. Pero quienes solo piensan con el cerebro ajeno le obedecieron, naturalmente. De hecho, algunos habían llegado a Washington después de diez horas de autobús y no iban a regresar al pueblo sin su terapéutico subidón de adrenalina, que para eso habían engrasado, durante meses, la rabia y el fusil.

Sorprendentemente, o no tanto, el Capitolio apenas estaba defendido por un puñado de policías de Playmobil, alguno de los cuales incluso franqueó las vallas de seguridad a la turba. Y por ahí se colaron paramilitares, tipos con pasamontañas terrorist style, patriotas con la Biblia en una mano y el Kaláshnikov en otra, individuos que parecían huidos de las canciones de Bruce Springsteen, banderas confederadas, símbolos nazis. Puestos a entrar, en el Capitolio entró incluso un bisonte disfrazado de ser humano. ¿O era al revés? No sé, aquello estaba entre el horror y el carnaval de Río de Janeiro.

La Trump borroka escaló muros, forzó puertas, reventó cristales, profanó las salas de plenos, se sentó en el sillón de la presidencia del Senado, se oyeron tiros, murieron cuatro personas. La Trump borroka se adueñó, en fin, de la democracia estadounidense, con todas sus lacras, debilidades y errores, sí, pero democracia, al fin y al cabo. Esa que solo puede defender la cultura. La de verdad, la que nos perfecciona, y no ese sucedáneo que los juglares de la sociedad de consumo pretenden hacer pasar por cultura cuando su nombre es otro: entretenimiento.

Y, mientras el mundo asistía estupefacto al germen de una posible guerra civil en los Estados Unidos, la Bolsa de Nueva York subía. Los inversores estaban más interesados en inflar su ego financiero que en ver cómo se desangraba la democracia. Somos el eco de nuestra decadencia.