Son muertos que cuelgan del árbol de Sylvia Plath, de Kurt Cobain, de Jean Améry, de Amy Winehouse, de Marilyn Monroe, Cesare Pavese. Cada vez que alguien se suicida, noto en el estómago el vacío del mundo. Porque pienso que el muerto podría haber sido yo, usted, cualquiera. Cada vez que alguien se mata, imagino un tubo de somníferos entre unos dedos yertos y vuelvo a oír la detonación de aquella pistola corta y mojigata que, siendo yo muy joven, vi detrás de una vitrina del museo Romántico de Madrid. Era el arma como de juguete con la que, una noche de febrero, Mariano José de Larra le voló los sesos a España.

“No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”, escribió Camus. Al francés le importaban una higa la navaja filosófica de Ockham, la dialéctica repeinada de Hegel o los inteligentes aforismos de Wittgenstein. A él le interesaba el suicidio, ese misterio que nos iguala en misterio a los dioses. Si los dioses admiran a los humanos, es porque no los entienden.

Bien. Como a Camus, a mí también me intimida el problema del suicidio, más que nada porque, mientras escribo estos párrafos, alguien está preparando su muerte o la ha consumado ya. Cada dos horas y media un individuo se mata en nuestro país. Según la OMS, la onda expansiva de su fallecimiento —tristeza, perplejidad, rabia, desesperación, culpa— afectará a seis personas. Y, aun así, los nombres de los suicidas nunca abrirán los telediarios.

El suicidio sigue siendo tabú y se lo oculta bajo un matorral de murmullos. Hasta hace relativamente poco, al que se suicidaba se le negaba la sepultura en suelo sagrado, se lo humillaba prohibiendo a sus deudos una oración de despedida y se lo enterraba en los cruces de los caminos a fin de que su alma no encontrase el regreso al hogar, a donde, se decía, volvería para atormentar a los vivos.

El otro día, estuvo en casa el padre de un joven de veintitrés años que se suicidó después de que lo abandonara la novia a raíz de haber perdido el empleo con el que pagaban las letras del piso. Llegados a cierto punto de la conversación, y sin que le preguntáramos, T. refirió de nuevo la historia que todos conocíamos y que él había ido perfeccionando contra la pared en las muchas noches de desvarío e insomnio.

El pobre hombre ya no quería comprender. Solo revivir otra vez aquella muerte para colocar un crisantemo definitivo y blanco en ella. Pero T. es inteligente y sabía que no podría. Sabía que nada ni nadie podría liberarlo de la obligación de ver al hijo muerto en unas manos que parten el pan, en un adolescente que pinta un grafiti enfurruñado en un muro, en una película, en las estrellas limpias y afrancesadas de agosto, en la mirada humanísima de un perro.  

Las múltiples crisis ya existentes que solo ha hecho aflorar el coronavirus —crisis sanitaria, laboral, económica, política—, han disparado los intentos de suicidio, sobre todo en jóvenes y adolescentes. Y nos llevamos hipócritamente las manos a la cabeza y hablamos de emprender campañas de prevención, de invertir en salud mental, de crear líneas salvadoras de teléfono —como el 016 de la violencia de género— y blablablá.

Ni media palabra, en cambio, del “genocida más respetado del mundo” que provoca, directa o indirectamente, estas muertes: el capitalismo. Un sistema económico que trata a las personas como mercancías. Una ideología que no solo genera en los individuos ansiedad, frustración, codicia, aislamiento y miedo, sino que nos alienta a reproducir la misma lógica del empresario: la obtención del máximo beneficio con la menor inversión para conseguirlo. “Es que ya no me aportas”, se argumenta en las relaciones amorosas, familiares y amicales cuando la tasa de ganancias sentimentales se sitúa por debajo de nuestras expectativas.

Como observó Durkheim, en las sociedades con mayor cohesión disminuyen los suicidios. Pero vivimos en un mundo de mierda en el que la vida vale menos que un Big Mac y lo único que se respeta es el dinero y las muescas que llevas en el revólver. Una vida sin dignidad, nos enseñó Platón en su Apología de Sócrates, es una vida que no merece la pena ser vivida.

Entonces, ¿a qué tanto rasgarse las vestiduras por el intolerable número de suicidios, la principal causa de muerte no natural en España? No basta con anunciar que se harán campañas televisivas advirtiendo de que el suicidio mata. Ni es suficiente con la promesa de invertir más en salud mental (solo cinco de cada cien euros se destinan a esta área). Hay que ir a la raíz del problema. Porque no nos suicidamos. Es el sistema el que nos condena a la pena de muerte.