Que un político insulte o denigre a los representantes de la cultura no es nuevo. Es un clásico de nuestro país donde se les ha fusilado, como a Federico García Lorca, encarcelado hasta dejarlos morir, como a Miguel Hernández, condenado a la miseria y la pobreza, causa generalizada, con casos tan escandalosos como el de Gabriel Celaya, que tuvo que vender su biblioteca y enseres personales para costear su medicación al final de sus días. El desprecio generalizado por las personas de la cultura llega a niveles de obscenidad cuando, por ejemplo, la casa del Premio Nobel y poeta de la Generación del 27, Vicente Aleixandre, está expuesta a su desaparición, ante la desidia y estupidez de todas las administraciones públicas que, luego, se llenan la boca de la defensa del patrimonio, citan a autores que ni conocen, ni han leído, ni respetan, y se gastan mucho más a costa del erario público para conseguir capitalidades culturales, mientras no preservan ni el patrimonio, ni la memoria, ni los legados culturales de nuestros creadores. Le he dedicado varios artículos a los que les remito.

Que ciertos politicastros nos llamen “señoritos”, es sólo la punta del iceberg de una realidad secular de menosprecio y menoscabo de una labor que perdura, genera riqueza y marca España, mientras que de la mayoría de los políticos no se acuerda nadie, por mucho que Wikipedia los fije, normalmente porque ellos mismos se crean sus perfiles. Por supuesto que existe una mafia de la cultura, una casta de la cultura que gana siempre, sea el signo político que sea el que ostente el poder municipal, autonómico o nacional. Advenedizos de moral reversible que cambian de chaqueta para seguir manteniendo sus privilegios y prebendas a costa de lo que sea. Son fácilmente distinguibles, los conocemos todos con nombres y apellidos, y forman parte de esa caterva degenerada a la que nunca le importó la cultura, más que como peldaño para conseguir sus ambiciones políticas y sus vanidades terrenales. Son esos que llevan cuarenta años repartiéndose los presupuestos, los cargos, los premios, gane quien gane las elecciones, dando diplomas de feminismo, de intelectuales, de dignidad moral…Esos que contribuyen a la denigración de los creadores porque no lo son, aunque lo finjan, y que se encargan, junto a la miopía generalizada de toda la clase política-de la que ellos forman parte-, de que no se progrese en leyes que protejan a los creadores como en las sociedades más civilizadas.

Que una actriz como Concha Velasco, por ejemplo, que se ha dejado la vida en los escenarios, en los platós, que se ha jugado su dinero ganado con mucho esfuerzo en producir algunas de las piezas más importantes de las últimas décadas, termine sus días en una residencia en vez de en su propia casa, es sencillamente intolerable. Conozco de muchos políticos destacados que me pidieron conocerla, se hicieron fotos, fueron de amigos, y cuando necesitó su ayuda no se la prestaron y la convirtieron en carne de cotilleo. Su caso no ha sido sólo un asunto de mala suerte. La fiscalidad de nuestro país machaca a los autónomos, a los que pertenecemos la mayoría de los creadores, en vez de proteger nuestra particular situación laboral, llena de momentos de carencia y precariedad. Llevo décadas oyendo hablar de la creación del “estatuto del artista, el autor/creador y el trabajador de la cultura”, sin que nadie, ni a derechas ni a izquierdas llegue a concretar nada, salvo pírricas victorias, como que Hacienda no les quitase las pensiones a los escritores por seguir cobrando derechos de autor de sus libros, que se supone son inalienables según la ley. Este es uno de los muchos disparates que venimos sufriendo los creadores, como otros que siguen sin solventar, como que los premios literarios, periodísticos, pictóricos, etcétera, no sean grabados tres veces; con los impuestos antes de cobrarlos, en la declaración trimestral y luego en la declaración de Hacienda.

Para que se hagan una idea, premios como el Planeta, el Alfaguara, el Gil de Biedma, o incluso el Nobel cuando tenemos la fortuna de que la Academia sueca se fije en nosotros, lo gana siempre Hacienda, que es la que se lleva más de la mitad. ¿Qué clase de país civilizado es este que en vez de proteger a sus creadores los machaca, los persigue, los desprotege? Es verdad que hay otros países donde aún se les envenena, se les encierra y mueren súbitamente como en Rusia. Pero también hay otros como Alemania, Suecia, Noruega, donde se les protege con exenciones fiscales, subvenciones, incluso a la vivienda y gastos. Sé que algunos volverán a la cantinela de que la cultura que es subvencionada es servil y no es cierto si hay unos controles claros, y gente que lleva décadas usando la cultura para otros intereses espurios no fueran sus administradores. Hay fórmulas como en los países citados. Lo que no debe subvencionarse con dinero público es las golferías como las juergas de cocaína y lupanares de los ERE, o las juergas similares de los días dorados de la trama Gürtel, las fiestecitas de Francisco Camps, o “las producciones dudosas” de Correa y sus “Corsarias”.

Películas de “señoritos” como Almodóvar, Amenábar o Bayona han generado tejido industrial, puestos de trabajo, riqueza, y lo que es más importante, nos ha dado prestigio internacional. Eso que no puede pagarse con dinero, ni aunque se intente comprar, y que algunos no entienden porque desprecian cuanto ignoran. Mientras España no proteja, en vez de perseguir y empobrecer a los creadores y a los artistas, seguirá siendo un país tercermundista, por mucho que nuestros dirigentes tiren de internet para usarnos de coartada cultural en los días señalados. ¿Señoritos? Señoritos son los que viven a nuestra costa, de nuestros impuestos, y han convertido la vocación de servicio público que debiera ser la política en una forma de vida obscena, llena de privilegios, y que envenena la convivencia.