Cuando era niña, y no sé muy bien de dónde me vino esa idea, en mi interés por conocer el mundo que me rodeaba y, especialmente, claro, a las personas, solía pensar, y creo que a veces decir, que “no me gustaba la humanidad como masa; hay personas, individuos maravillosos, pero la humanidad como especie me parecía hostil y devastadora”; y es que me crie, como tanta gente, en la España profunda y en su enorme hostilidad. Hoy, ahora que ya no soy precisamente una niña, me asombra esa lucidez que tenía entonces porque sigo pensando lo mismo, aunque ahora ya con la plena consciencia que proviene de haber mirado mucho la realidad.

La especie humana me parece terrible, autodestructiva y destructora; no hay más que mirar un poco alrededor. Somos la especie más cruel y dañina de todas. La crueldad y el sadismo no existen en ninguna otra especie animal. En los humanos abunda la voracidad, la inclemencia, la intolerancia, el egoísmo y el odio, es decir, la maldad. Y ni qué decir de la inconsciencia y la ignorancia; maldad e ignorancia, un binomio letal. Porque si miramos un poco la historia que nos antecede podemos percibir con claridad las cotas de barbarie, sinrazón y crueldad que han presidido, y lo siguen haciendo, la historia humana. Sin embargo, al lado de la miseria también habita la grandeza, y es maravilloso comprobar cómo puede existir el milagro de la inocencia, de la compasión, de la bondad y del amor en un solo corazón humano. Y mientras eso sea así seguirá habiendo esperanza.

Hace unos días, a través de una amiga animalista, ecologista, humanista (viene a ser todo lo mismo) y de un inmenso corazón, me llegó una iniciativa, desde la plataforma de activismo social Change.org, que pretende salvar de la tala a un viejo árbol centenario de Córdoba, situado en la Ronda del Marrubial; un viejo árbol que, por motivos de reestructuración urbanística del Ayuntamiento, ya no tiene cabida en la ciudad. Y es que los viejos árboles desentonan ya con las ciudades que hemos creado, tan pragmáticas, tan funcionales, tan frías y forradas de hormigón armado. Por supuesto firmé la petición y la he difundido todo lo que he podido en la esperanza de que muchos bienintencionados firmantes podamos conseguir que esas obras se modifiquen teniendo en cuenta al viejo olmo y le sigan dejando vivir.

La campaña ha sido iniciada por una ciudadana cordobesa que ha decidido luchar para conservar esa pequeña parte de la historia viva de la ciudad. Y es historia viva porque, además de por ser centenario, nuestro ADN está hecho del mismo ADN que el árbol, y los humanos respiramos lo que los árboles exhalan, por lo cual compartimos un mismo destino; sin ellos morimos, pero los talamos. Para los celtas los árboles eran sagrados, tanto como para las culturas precolombinas, muchas de las cuales fueron extinguidas por el furor de los que desangraron al continente americano por codicia y poder. Para muchos de nosotros la vida es sagrada, por más que nos hayan adoctrinado en el cristianismo, esa ideología antropocéntrica que impone la creencia de que el mundo proviene de una absurda creación y que la naturaleza y los seres que la habitan fueron creados para uso y disfrute de los humanos, lo cual nos llena de prepotencia y nos aleja del respeto que la vida merece.

Desde que llegaron al poder los neoliberales la psicopatía, es decir, la ausencia de empatía y la maldad en grado extremo, el poder y el dinero se han sobrepuesto a cualquier otro interés de la sociedad y de las personas. La arquitectura urbana neoliberal ha talado árboles, ha retirado bancos de las calles, ha convertido las ciudades en hostiles y las ha deshumanizado y afeado a favor de macrocentros comerciales, rotondas por todas partes, aparcamientos como fuente de dinero, y de todo aquello que suponga empeorar y obstruir el bienestar y la comodidad de las personas. Por supuesto en ese camino los árboles no importan. Es más, la gente es más feliz y sana rodeada de árboles y de naturaleza, por lo tanto, hay que obviarla cuando no eliminarla para continuar con la misión de idiotizar y de amargar al personal; porque cuanto más empobrecido y amargado esté el personal mejor soporta el abuso, la corrupción y la maldad de los gobernantes. Ésa ha sido la consigna a seguir en la gestión pública desde hace varias décadas, y lo que quede.

Salvemos al viejo olmo, no sólo por salvar un árbol que lleva cientos de años acompañando a la hermosa ciudad de Córdoba, sino por lo que significa. En su esencia es sagrado. Salvémosle, como símbolo de que nos gustaría también salvar a los miles de animales no humanos que van a ser torturados, humillados y asesinados en las fiestas patronales estivales que se nos vienen encima, como es sagrada la selva amazónica que está siendo destruida por Bolsonaro, como son sagrados los simios que están matando para talar los bosques donde implantan los cultivos para el aceite de palma que usan las multinacionales. Mi espiritualidad es la naturaleza, dice la divulgadora científica y columnista de The New York Times Jennifer Ackerman. Aunque los zotes y los voraces, por descontado, eso no lo entienden.