Desde que tengo uso de razón soy animalista. No lo puedo ni lo quiero evitar. Desde siempre he sentido que los seres vivos que llamamos animales, los animales no humanos, tienen derecho a existir y a ser tratados con un mínimo de respeto, y mucho más teniendo en cuenta que dependemos de ellos para casi todo. Y siempre he sentido así de manera intuitiva e instintiva, a pesar de lo que me contaban, que era algo muy diferente: que una deidad creó al hombre a su imagen y semejanza y después creó a los animales y a la naturaleza como un regalo para uso y disfrute del hombre. Es uno de los primeros dogmas cristianos que me enseñaron en el catecismo, y siempre supe que era una mentira y una gran infamia, aunque desgraciadamente sobre esa base falsa y falaz está construida la moral humana. Y así nos va.

 Ésa es la base ideológica, el origen primigenio de la relación tremendamente abusiva del hombre respecto de los animales de otras especies, y también del desprecio del hombre hacia la naturaleza, de la que forma parte, de la que todos los seres vivos formamos parte indisociable, por más que digan lo contrario los curas y los ladrones de almas, en terminología del filósofo francés Gilles Deleuze. Y esa mentira también es la coartada que ha permitido durante buena parte de la historia de Occidente el abuso indiscriminado de los animales, y el que sean vergonzosamente excluidos de la moral artera en la que nos educan y nos sumergen para dirigir nuestra voluntad con unas horribles orejeras.

Existen, sin embargo, otros códigos morales que milagrosamente perviven a pesar de haber sido perseguidos y aniquilados por el cristianismo en muchos casos, por ejemplo, en América Latina las culturas precolombinas basan su moral en el respeto profundo a la vida en todas sus formas, y en la convivencia armoniosa del ser humano con los animales y con la natura. Son, por ejemplo, las culturas andinas maravillosas que veneran a la madre Tierra, la Pachamama, la diosa inca de la fertilidad y la protectora de la vida.

Los uno de agosto son los días en los que los pueblos andinos celebran el Día de la Pachamama, el día del culto a la tierra; y nunca como hasta ahora se había celebrado en un contexto de alerta ambiental por el cambio climático, en el contexto de un grito desesperado contra tantísimas acciones humanas que están destruyendo y asolando la vida natural sin la cual el hombre no podrá sobrevivir. La fiesta en realidad se extiende a lo largo de todo el mes de agosto como un canto a la Tierra cuya generosidad infinita nos alimenta y nos nutre con sus cosechas, como el reconocimiento a la lluvia y al sol que ayuda a germinar las semillas, y un reconocimiento a los animales y a todos los seres que pueblan este hermoso planeta que habitamos. Todo esto es, en realidad, de una espiritualidad exultante, al menos para mí, porque, como dice la científica y divulgadora Jennifer Ackerman, mi espiritualidad es la naturaleza.

Desgraciadamente esta sensibilidad natural sólo forma parte de esos pueblos que milagrosamente aún perviven y que son minorías, y de algunas personas, también minoría, cuya espiritualidad y su manera de enfrentarse al mundo se basa en códigos éticos universales y no en ninguna dogmática religiosa. En general el mundo se mueve en torno a la tortura sistemática de miles de millones de criaturas que día a día, en todas las partes del mundo, son esclavizadas, oprimidas y asesinadas tras unas vidas agónicas en las que, en muchos casos, nunca llegan a ver ni la luz del sol. Decía el filósofo griego Celso en el siglo II, en su obra Discurso verdadero contra los cristianos, que “es preciso rechazar esa idea absurda de que el mundo ha sido hecho para el hombre más que para el león, el águila o el delfín”.

Pero seguimos en ello y en estos momentos está cerca de su desaparición uno de los animales más hermosos y aristocráticos que existen: los tigres. Todos los 29 de julio se celebra el Día Mundial del tigre, que es el mayor felino del planeta, para concienciar sobre el grave peligro de extinción en el que se encuentra. Solo en el último siglo se ha perdido el 97 por cien de la población mundial, y actualmente sólo quedan algo más de tres mil en libertad. La asociación WWF ADENA nos advierte de que en estos momentos la masacre llega a límites muy peligrosos: la gran mayoría viven cautivos en zoos o en fosos donde se crían para traficar con su piel y con sus huesos y sus dientes. ¿Qué mundo nos quedará sin los preciosos grandes felinos?

Además de una minoría psicópata y salvaje, y de una mayoría sumisa y estúpidamente pasiva, existe otra minoría maravillosa de seres humanos empáticos que se resisten a que la humanidad acabe con el futuro de nuestro planeta y de la vida maravillosa que contiene. Soy socia de WWF ADENA, y animo a mis lectores y amigos a colaborar con este tipo de asociaciones altruistas que luchan día a día contra corriente por conservar lo mejor de este mundo tan asolado por la codicia, la ceguera, la maldad y la ignorancia humanas.