“Nuestras vidas son los ríos y van a dar a la mar….” son versos que todos hemos aprendido en la infancia en ese panegírico de Don Juan Manuel a la muerte de su padre. Son palabras más profundas y sabias de lo que parecen, puesto que aluden a la idea de que todo lo que existe forma parte de lo mismo, que todos y todo somos manifestaciones diferentes, individualidades que dejan de serlo, y se funden con el todo cuando las vidas llegan a su fin. En registro científico equivale a esa Ley de Unidad del Universo que muestra que todo y todos estamos interconectados, y que la energía no nace ni muere, sino se transforma. Y se refiere, además, en ese poema a la universalidad de la muerte. Nadie escapa a ella, ni siquiera Robert Redford, aunque a mí me parecía eterno, y me cueste tanto creer que ya haya volado al infinito.
El filósofo español Ortega y Gasset explicaba esta Ley de otra manera, con estas palabras literales: Todos somos lo mismo, pero no somos los mismos, decía refiriéndose a la enorme diversidad dentro de la unidad. ¡Y tanto! A día de hoy, puedo afirmar que he conocido a personas sublimes, y a personas miserables; en la humanidad se encuentran la bondad infinita y la maldad extrema, la luz que nos ciega y la sombra más oscura, el bien y el mal llevados a sus máximas manifestaciones. Todos lo podemos percibir día a día, en la política, en la sociedad, y en nuestras vidas cotidianas.
Creo que todos hemos interiorizado a Robert Redford como una especie de paradigma o símbolo del cine y de la vida. No sólo por su cine, que también. Porque protagonizó títulos de películas, como Dos hombres y un destino, Descalzos por el parque o Memorias de África, que forman parte de lo más alto de la cúspide de la historia del cine; sino sobre todo porque en su persona habitaba mucho, muchísimo más que un gran actor. A veces pasa que la grandeza que algunos seres humanos llevan dentro se expande hacia múltiples ámbitos y facetas, de su propia vida, y de la vida de los demás, porque es imposible camuflarla. Y se propaga como una gran luz.
Y es que hay seres que son luz, humanos y también animales; de estos últimos casi todos lo son, porque son inocentes, y la inocencia es la mayor luz. Son esos seres que aportan, que suman, en cuya compañía nos sentimos bien, de quienes aprendemos y, por tanto, crecemos; cuyos esquemas mentales percibimos como armónicos, que rebosan amabilidad y empatía, probablemente porque tienen consciencia de que no son el ombligo de ningún mundo, y porque saben que, como decía en su canción Silvio Rodríguez, sólo el amor engendra la maravilla. Por desgracia existen también los contrarios, los seres oscuros, psicopáticos, destructivos, que son una minoría, pero en su enorme maldad y voracidad llegan a manipular al resto y, como vemos con claridad meridiana, a gobernar el mundo.
Robert Redford rompió moldes en estos aspectos. No escondía su sensibilidad, ni su amor por los animales y su compasión por el prójimo vulnerable. No se hacía el duro, ni mostraba esa cara machista y hostil, tan frecuente en el cine, del hombre que mira a las mujeres, y, en general a los demás, por encima del hombro. Gran comprometido con las causas justas, militó muy especialmente en las causas medioambientales y contra el cambio climático, convirtiéndose, en su país, en uno de los grandes conservacionistas, ejerciendo un gran trabajo en la preservación de los parques y entornos naturales estadounidenses.
El mundo le debe, además, algo que es realmente importante. Transformó esquemas al trascender, con su actitud, su esencia, su persona, su manera de moverse por los sets y por la vida, el modelo de “macho duro”, como Eastwood, Bronson, Al Pacino o de Niro, que había predominado en el cine, y también en la sociedad; y abrió las puertas a un tipo de hombre completamente distinto, un tipo de hombre gentil, amable, dulce, que dejaba en evidencia que la bonhomía no es debilidad, sino luz y grandeza. Y con ello contribuyó, de manera totalmente espontánea y natural, a desmontar el machismo y la buena prensa de los hombre agresivos, machos y rudos, para enaltecer otra forma, mucho más tierna y amable de masculinidad.
Porque, al igual que hay personas que sólo son oscuridad y que sólo generan negrura y dolor, hay seres humanos que son luz y que, de mil modos y maneras, iluminan. Redford representa, sin duda, a lo mejor y más avanzado y civilizado de nuestra especie. Una reflexión suya que me encanta es la siguiente: La medida de nuestro éxito será la condición en la que dejemos el mundo para las siguientes generaciones. Efectivamente, el verdadero éxito no es ni el dinero ni el poder, que tanto ciegan a los más mediocres, voraces y cerriles, sino contribuir a que este mundo sea, día a día, un poco mejor. Sin duda alguna, Redford, filántropo, ecologista, ambientalista, icono del activismo norteamericano, ha contribuido enormemente a que este mundo sea un poco mejor. Nos es obligado, al resto, seguir en ello.
Coral Bravo es Doctora en Filología