Canarias se ha rebelado contra el insostenible turismo masivo y ha salido a la calle para decir que las islas afortunadas tienen un límite y se ha convertido en un ejemplo a seguir por otras ciudades y comunidades autónomas que también lo padecen, aunque no se hayan organizado tan eficazmente como la Federación de Asociaciones Ben Magec-Ecologistas en Acción, promotora de la manifestación simultánea del sábado último en las siete islas del archipiélago.

Andalucía, uno de los destinos turísticos más demandados de España, sufre ya el mismo fenómeno y con igual intensidad en Málaga y Sevilla, la ciudad desde la que escribo. En 2023 visitaron la capital de Andalucía 3.418.390 viajeros, una cifra que supone un incremento del 12,84% en el último año (hubo 3.029.437 visitantes) y del 8,61% respecto a antes de la pandemia (en 2019 fueron 3.147.334). Tocamos a cinco turistas por cada sevillano, mucho peor lo tienen en Lanzarote:19 turistas por vecino.

La Feria de Abril de 2024, que terminó el sábado 20, ha batido récords de asistencia y ha llevado al Ayuntamiento hispalense a convocar un referéndum sobre el modelo de este emblemático festejo: la opción actual que incluye dos fines de semana o la de antes, de martes a domingo, más corta. La saturación sufrida el domingo 14 en el Real de la Feria y en la final de la Copa del Rey entre el el Athletic de Bilbao y el Mallorca, muy superior al aforo que se puede recibir y gestionar con seguridad, han demostrado la urgencia de tomar medidas de contención y limitación que amortigüen el creciente malestar vecinal por el turismo de masas. Todo, además, con el agravante de la cerrazón irracional del alcalde a instaurar una tasa turística, como tienen la mayoría de las ciudades europeas.

El desbordamiento turístico tiene entre sus causas la presión de la industria hotelera y la restauración por un crecimiento sin límites que, como se ha evidenciado en la agricultura y la ganadería intensivas, conduce al agotamiento de los recursos, a la sobreproducción y a excesos que pagamos colectivamente.

La gentrificación de los centros históricos, el aumento de los alquileres hasta hacerlos imposibles para la mayoría de la población, la uniformización comercial de las ciudades, con unos centros históricos clonados, son algunos de los problemas más sobresalientes. Pero hay otros emergentes que todavía no han aflorado, pero ya sufrimos todos como la arbitrariedad sistémica de la hostelería. Ni siquiera la libertad de tomarse una caña es ya posible en Madrid, donde te imponen el doble o el tercio de cerveza o el trago largo alcohólico en la terraza y si quieres un café te exilian a la barra. 

Si la pandemia nos dejó la cita previa obligatoria para acceder a cualquier atención presencial en las administraciones y en las empresas, en los restaurantes la secuela ha sido la de la reserva obligatoria, con plazos de antelación que únicamente puede prever un turista que ha planeado minuciosamente el viaje, no un vecino, y con condiciones que rayan en lo ridículo. Y a veces en lo ofensivo. En algunas terrazas solo permiten almorzar o cenar, y ya solo queda que pregunten si los comensales traen mucho apetito y cuánto piensan gastar, porque si no les cuadra nos mandarán a buscarnos la vida a un barrio no turístico.

Un usuario exigente de sus derechos como cliente tiene que ir preparado a pelear un lugar en una terraza, pedir la lista de precios ya desaparecida de casi todos los establecimientos y aguantarse con el capricho de los horarios, porque lo de poner la horarios de apertura y cierre es ya un anacronismo que se ha convertido en la excepción que confirma la regla.

La rebelión ciudadana contra el turismo de masas no ha hecho más que empezar y el ejemplo canario nos indica el camino.