Ahora que los pueblos no existen, van y se ponen de moda. El coronavirus, que tanta muerte está trayendo, les ha dado vida. De manera que los pueblos son ya algo más que ese geométrico manchurrón de casas que atraviesa la ventanilla del coche cuando vamos a la costa en busca de nuestro cáncer de piel gregario y pequeñoburgués.

Hasta no hace mucho, quien rebañaba las vacaciones de verano en el pueblo era un tuercebotas, menos que un don nadie, pues incluso la familia para la que el fin de mes llegaba el día ocho se plantaba en Cancún de un timbrazo a Cofidis. Porque es verdad que hemos inventado el microondas, los transgénicos y cosas mucho más raras —Miguel Bosé, por ejemplo—, pero seguimos viviendo en el Siglo de Oro. Es decir, alimentándonos de apariencias como aquellos hidalgos pobres que, por sostener la honra de arenisca de su escudo nobiliario, se espolvoreaban migas de pan en las barbas para fingir que habían comido.

Nosotros, igual. Nosotros regresábamos de Cancún con el estómago vacío y la cámara reventona de fotos sobreactuadas, un imán de Moctezuma para el frigorífico y un mariachi auténtico en la maleta, al que sacábamos de ahí, con su sombrero y todo, para enseñárselo a las amistades. “Saluda a los señores, Pancho”, le ordenábamos con nuestra mejor sonrisa colonial. Y él, como era su deber, respondía con una inclinación y un cielito lindo de gratitud. ¡Ah, el viejo imperio español! O tempora, o mores.

Por desgracia, todo esto ha terminado desde que en España somos socialistas. Entre Sánchez, Iglesias, el feminismo y el virus nos están llevando al desastre. Hasta el punto de que este año, Cayetana, hija, nos toca aburrirnos al tute con las comadres del pueblo y dormir la siesta sin aire acondicionado, bajo un sol de chicharras. Qué pereza. Yo ya tenía pensado mandar a los niños al Mont Blanc para que se hicieran un selfi en condiciones. Pero, ya ves, no nos queda otra que tropezarnos, en la casa rural, con las colleras, las romanas, los bieldos, las hoces y todos esos trastos de los lugareños, que encima no usan. Por no hablar de las palabras tan raras que emplean aquí. ¡Mira tú que llamar gazapo a un conejo pequeño o zaguán a lo que siempre se ha dicho hall en castellano…! Son unos antiguos. Con decirte que siguen plantando las lechugas como hace cien, doscientos años, en vez de descargarse una app y seguir las instrucciones, sin duda más científicas, seguras, competentes y modernas. Bueno, Cayetana, hija, te dejo, que los niños van a salir a dar un paseo en burro. El mayor le ha preguntado al dueño si el borrico se frena igual que el patinete eléctrico y el otro, no sé por qué, se ha echado a reír. Esta gente de pueblo es muy rara, te lo digo yo.

Este verano quien no tiene pueblo se lo inventa o lo adopta. Y, sin embargo, los pueblos no existen, decíamos. Porque los pueblos son algo más que unas fotos hermosas, frígidas, parnasianas en las revistas de viajes. O que un paisajito mejorado con Photoshop. Teócrito ya no escribe poemas bucólicos, sino que ahora regenta una casa rural con wifi donde, en el desayuno, sirve auténtica leche de cabra de Mercadona. Y la siega y la trilla y otras durísimas faenas agrícolas veraniegas que yo, de niño, vi ejecutar a mi familia —y en las que alguna vez participé— se reducen hoy a una teatralización, a una pamema, a un aspaviento etnográfico para los móviles de los turistas.

Hace más de un siglo, Marx y Engels profetizaron la muerte de los pueblos y la aniquilación de la riquísima cultura preindustrial del campesinado. Pues el campesino no era solo un señor con boina y manos de adobe que sembraba lechugas como le enseñaron sus padres. El campesino quizá fuera analfabeto, pero era un hombre cultísimo. Sabía de botánica, de meteorología, de biología, de silvicultura, de veterinaria; conocía cuál era el terreno más apto para plantar según qué y guardaba, año tras año, sus propias semillas, que intercambiaba con el vecino. Y todo este conocimiento se expresaba en canciones, en poemas, en leyendas, en bailes, en ritos, en normas, en costumbres que se transmitían de generación en generación. Y no debieron de ser tan malas cuando el bicho humano ha llegado hasta aquí.

Amo y respeto esta cultura porque me sostiene. Por debajo de mis estudios, de ciertos éxitos profesionales, de los libros y artículos, por debajo de toda esa calderilla, de toda esa farfolla, de toda esa chatarra, hay una arquitectura invisible que me sostiene. Y se la adeudo a mis padres y abuelos, todos campesinos. Esa arquitectura habla de la solidaridad, de la ayuda mutua, del esmero en el trabajo, de la perseverancia, de la austeridad, de mantener vivo el recuerdo de los antepasados, de no dejarse avasallar por quien manda, de la desconfianza crítica. Mi madre me educó para no derrochar y para repudiar la ostentación propia y ajena. Mi abuela, por su parte, sabía muy bien lo que costaba producir lo que despilfarraban los ricos. Esto fue lo que me enseñaron. Otra cosa es que yo haya sido siempre capaz —o siga siendo capaz— de estar a la altura de su ejemplo. Del ejemplo de los últimos campesinos.

Porque desde hace décadas ya no quedan campesinos en Europa ni, claro, en nuestros pueblos (los últimos se refugiaron en los libros de John Berger, de Azorín, de Delibes). Los han sustituido los agricultores, meros burócratas del tractor al servicio de la agroindustria, a la que poco le importa acaparar recursos comunes como el agua, y a la que tampoco le inquieta demasiado el desgaste del suelo, la pérdida de ecosistemas, el uso indiscriminado de abonos químicos y pesticidas, la devastación del paisaje, la aniquilación de un secular modo de vida. Antes al campesino lo oprimía el señorito. Hoy lo esclaviza Monsanto. Muy pronto lo hará masivamente el capital.

Es muy posible, pues, que, anticipándose a futuras pandemias y a los segurísimos estragos que causará la crisis climática, la banca, las multinacionales y los fondos buitre intuyan un rentable negocio en los pueblos, que se llenarán de urbanícolas de pitiminí, de campos de golf, de ruidosas piscinas privadas. Cuando esto ocurra, la supervivencia de los pueblos se habrá comprado al precio de su muerte definitiva. De ellos no quedará ni la palabra zaguán. O hall, como se ha dicho siempre en castellano.