Cuando, en su día, dijeron que el presidente israelí había propuesto al premio Nobel de la paz para Donald Trump, me pareció una broma pesada. Que semejantes individuos estuvieran debatiendo al calor del incesante bombardeo sobre Gaza acerca de un galardón de este calibre, sonaba a chiste de mal gusto. No me equivocaba con eso. Pero con lo que sí que me equivocaba era con mi apreciación de que aquello no iría a ningún sitio. Porque, al final de la partida, en la víspera de la comunicación del fallo del premio, todo el mundo especulaba con la posibilidad de que pudiera ocurrir. Y eso sí que hubiera sido un verdadero fallo, en el otro sentido del término.
Durante mi infancia y mi adolescencia siempre tuve la idea de que el Premio Nobel de la paz se concedía a personas casi santas -o sin casi-, que no hacían otra cosa en su vida que cuidar de los derechos y el bienestar de las personas más desfavorecidas. Y, aunque suene un poco naif, eso es lo que debería ser.
Sin embargo, a medida que fui cumpliendo años me fui dando cuenta de que ese premio tenía su cara y su cruz, sus defensores y sus detractores, sobre todo cuando se les concedía a políticos. Porque la política, mal que nos pese, casa poco con el halo de santidad con que mi imaginación infantil adornaba a los galardonados.
En cualquier caso, y más allá de mi ingenuidad, lo que es difícilmente compatible con nada que se apellide “paz” es el sonido de las bombas y el recuento de muertos por millares. Guerra y paz, además del título de la novela de Tolstoi, son términos antónimos. Y no solo en el sentido gramatical, sino en cualquier otro, incluido el del sentido común.
Vaya por delante que cualquier solución a un conflicto que ha desembocado en un genocidio es una buena noticia. Cada muerte que no sucede es algo a celebrar. Pero de ahí a premiar a quien juega a su antojo y conveniencia con la paz y con la guerra va un mundo. Esto tendría que haber ocurrido muchos cadáveres antes para que tuviera algún valor extra.
Al final, ha habido más expectación en la resolución del premio de la que recuerdo en muchos años. Pero no tanto por sabes quién era el agraciado o agraciada, sino por saber quién no lo era. Y menos mal que al final triunfó el sentido común.
No deja de ser curioso que Trump, ilusionado como un chiquillo que quiere ganarlo todo, haya culpado, en su monumental cabreo, a cuestiones políticas. Como si no fuera su modo de hacer política -o, más bien su modo de no hacerla- el culpable de tantas cosas que nada tienen que ver con la paz ni con la humanidad.
Pero, aunque hubiera sido la política y no la sensatez y la justicia la que le hubieran privado de tan excelso reconocimiento, bendita sea. Porque sería lo único que nos faltaba.
SUSANA GISBERT
Fiscal y escritora (@gisb_sus)