Muchas veces recuerdo a la niña que fui. O, mejor dicho, siempre la tengo presente. Probablemente, porque sin nuestro pasado, sería imposible vivir nuestro presente ni plantearnos nuestro futuro. Todo forma parte de lo que somos.

Pero si la niña que fui siempre está presente, cuando llegan determinadas fechas se hace todavía más. Es el caso del Día de la niña, celebrado esta misma semana. Una conmemoración que ojalá no fuera necesaria pero que, por desgracia, se hace más precisa que nunca.

Simone de Beauvoir dijo, en una frase que podría haber pronunciado hoy mismo, que “bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres sean cuestionados”. Y, si eso sucede con las mujeres ¿qué no será con las niñas? Son ellas las primeras que pierden su derecho a la educación cuando se necesitan manos que trabajen, y son ellas las primeras víctimas de gobiernos radicales, que les prohíben ir al colegio, vestir libremente y las consideran seres de ínfima categoría.

La niña que fui oía con frecuencia un sonsonete que, sin saberlo, sería una de las primeras muestras de lenguaje inclusivo. “Un helado de piña para el niño y la niña”, nos decían como un juego. Y lo creímos, y lo seguimos creyendo, más allá de la rima facilona. El helado de piña al que podían acceder el niño y la niña se convertiría en el símbolo de un futuro en igualdad, del despertar de esas generaciones de mujeres que ya estudiaríamos en las universidades y nos incorporaríamos a la vida laboral con naturalidad. Por supuesto, con los problemas de la corresponsabilidad doméstica respecto a la que todavía queda camino por recorrer, que no se ganó Zamora en una hora.

Esa niña que fui se asoma de vez en cuando para saber cómo son las cosas para sus congéneres de hoy. Y llora al ver lo que pasa. Llora al saber que hay lugares donde el solo hecho de querer estudiar les puede costar la vida. Llora viendo que enseñar un mechón de pelo puede ser una condena a muerte. Llora al ver que el lugar donde haya nacido puede determinar que se muera de hambre. Llora al ver que muchas niñas se convierten en mano de obra esclava, o en víctimas de trata para explotación sexual. Esa niña de ayer llora al comprobar que no era cierto lo del helado de piña para el niño y la niña.

Por ellas, por la niña que fui, por las de hoy y las de mañana, no podemos permanecer impasibles. No las dejemos solas.