Decía mi querido amigo y fantástico poeta Rafael Fernando Navarro, en una columna de diciembre de 2012 para este diario, que “las jerarquías se ocupan de que los pobres, los hambrientos, los angustiados deban esperar a la otra vida para ver satisfecha su desesperanza, y se encargan de condenar el escalofrío del amor, el temblor gozoso de la vida y del placer, el vértigo y la magia de la existencia, porque eso es sólo un privilegio para los ricos”.

Llega la Navidad, la nativitatis cristiana, esas fiestas que en teoría, y sólo en la teoría, propagan y promueven la paz y el amor sólo por unos días, como una especie de purga espiritual que a muchos les sirve de catarsis a través de la cual justificar en sus vidas justamente lo contrario, la no paz y el no amor; es decir, la intolerancia, la voracidad, el apego desmedido al dinero, la superficialidad y la insolidaridad respecto de los semejantes. Esos “valores” que la derecha neoliberal y adláteres de diversos ámbitos llevan varias décadas resucitando e imponiendo, a golpe de desmán y de decreto, en las sociedades occidentales, aunque en algunas más y en otras menos.

España es de los países que van a la cabeza en eso de injusticias, de miserias, de corrupciones y corruptelas, y, por supuesto, en eso tan temible que es la desigualdad. La desigualdad que marca, lo queramos o no, el baremo más exacto con el que computar lo que es o no es democracia. Un país en el que la riqueza está en manos de los muy ricos y la pobreza y la estrechez habitan en la casa de la mayoría no es un país democrático por más que lo quieran hacer creer. Justamente el ideario democrático fue concebido como un modo de acabar con las desigualdades seculares y de componer un modelo político y social que vertebrara un reparto más justo y equitativo de la riqueza. 

Hace unos días leía en una noticia en la portada de una revista de la que llaman “prensa del corazón” que me dejó alucinada. No era un cotilleo de rigor, era una noticia de un trasfondo importante, y que tiene una buena carga de interés social y político; se refería a la actual reina de España y a su elevado gasto en vestuario en 2017, unos 100 mil euros. Ignoro las fuentes y el rigor de esta noticia. Supongo que será una cifra aproximada que no tendrá en cuenta buena parte del vestuario personal de la interesada. Pero sea como sea, ese gasto en un país azotado por el paro, un país recortado hasta las trancas, con un índice de pobreza que ha sobrepasado el veinte por cien, con el treinta por cien de los españoles en riesgo de exclusión social, con niños pasando hambre, con salarios de verdadera miseria, con derechos aplastados por los políticos que incluso entraron en connivencia con intereses personales e ilegítimos de miembros de la monarquía, me parece una verdadera vergüenza y un síntoma muy claro de que en este país la desiguadad es obscena y la democracia brilla por su ausencia.

En enero nos enterábamos, a través de la ONG Transparency International y su Índice de Percepción de la Corrupción, que España reedita su peor resultado histórico del ranking de la corrupción en el mundo, siendo el número 41 de un total de 167 países. En cuanto a Europa, España es uno de los países más corruptos del espacio comunitario, sólo por detrás de países como Italia, Malta, Hungría y Rumanía. Y hace muy pocos días nos hemos enterado, por un estudio sobre desigualdad publicado por el World Inequality Report, coordinado por economistas de gran prestigio, como Thomas Piketty, que desde la década de los 80 la desigualdad ha ido creciendo de manera vertiginosa en el mundo. Es fácil entender que el neoliberalismo y sus macabros idearios están detrás del asunto.

Respecto de España, el estudio mencionado, en el que también han participado economistas de todo el mundo, entre ellos la española Clara Martínez, demuestra que en nuestro país el 1% más rico de la sociedad española concentra casi el 22% de la riqueza del país, y que el 50% de los españoles más desfavorecidos sólo posee el 7% de la riqueza. Es decir, la desigualdad económica que existe en la España de Rajoy es absolutamente obscena. Todo un éxito para los neoliberales, porque ese era, me temo, uno de sus grandes objetivos, empobrecer a la mayoría a favor de una minoría que ostente el poder y posea todo o casi todo el dinero.

En este contexto las felicitaciones navideñas, en boca de algunos, casi suenan a insulto. Los buenos deseos y el amor al prójimo no son palabras vanas y yertas que se pronuncian por mantener una tradición, por muy engañosa e incierta que sea. El verdadero amor al prójimo es otra cosa. Curiosamente, los países menos corruptos en el ranking de desigualdad son los países nórdicos, que son laicos; por algo será. Por tanto, deseo a mis lectores, que haberlos, como las brujas, haylos, unas felices fiestas de Solsticio de Invierno; un feliz cambio de ciclo de la vida y de la naturaleza, tan maltratada pero tan grandiosa como siempre, y montones de criticismo, de armonía, de amor, de alegría y de dignidad. Y, por supuesto, mucha Salud.