Mucho se habla en este último trimestre del año y primero del curso 2023-2024 de lo que no han sabido ver los dirigentes de partidos de muy diferente signo, y de países muy diversos, a los que les han estallado conflictos imprevistos o han perdido elecciones ante formaciones de extrema derecha. En la mayoría de los casos, los politólogos y los propios afectados hablan de miopía o de no ser capaces de escuchar el descontento ciudadano latente en sus sociedades.

Pero esta miopía puede convertirse en una ceguera política absoluta que nos lleve a una catástrofe global si las clases dirigentes insisten en abordar los problemas de hoy con las viejas recetas del pasado, aunque éste haya sido glorioso para los imperios ya perdidos.

Lo estamos viendo en la actualidad, las respuestas bélicas, violentas o autoritarias a los distintos conflictos no los resuelven, los incrementan, como en el caso de Gaza, o los enquistan, como en la guerra de Ucrania, aumentando exponencialmente los daños colaterales a terceros.

La ceguera política más flagrante es el abordaje de la crisis climática derivada del calentamiento global y su consecuencia más inmediata: el incremento de las migraciones por el deterioro de las condiciones de vida ante la sequía y las guerras. La falta de agua por la drástica reducción de las precipitaciones es el máximo problema en todos los continentes, pero en los países desarrollados del norte se sortea todavía con dificultades por la existencia de unas infraestructuras hidrológicas de las que carecen los países del llamado sur global.

En España, sin irnos muy lejos, la amnistía actúa como el antifaz que impide ver el principal problema que tiene, que no es otro que la sequía y la escasez de agua en comunidades tan importantes y vitales como Cataluña, Andalucía, Castilla-La Mancha y Murcia. A la Generalitat catalana hay que recordarle que ni independencia, ni amnistía solucionan la sequía, un pareado que podría ser un eslogan. Los embalses que abastecen la conurbación de Barcelona y su área metropolitana están al 18%, el mismo porcentaje de agua embalsada de la cuenca del Guadalquivir. El Guadiana y el Segura también registran porcentajes que se sitúan a casi la mitad de la media de los últimos 10 años.

En el contexto descrito no debe sorprender que miles de personas arriesguen su vida por subirse a un cayuco o una patera para llegar a un mundo en el que todavía se produce el milagro de abrir un grifo y que salga agua o tirar de la cisterna, porque en su tierra el saneamiento es el privilegio de una minoría.

La solución no está en endurecer las leyes de asilo, construir muros en las fronteras o aumentar la altura de las vallas. Seguirán viniendo mientras no se invierta en desaladoras, redes de saneamiento y regeneración de aguas residuales para su empleo en el regadío de los cultivos que son vitales aquí en la península ibérica, en Marruecos, en el Sahel y en la Argentina de Milei.

El negacionismo de la evidencia nos conduce a la ceguera social y política más absoluta, y de ahí al colapso de los consensos democráticos, el paso previo para las dictaduras de los más crueles o los más locos.