El ahorro de energía no es un simple asunto económico, es una cuestión de supervivencia. De que la temperatura de establecimientos u oficinas esté por debajo de 27 o 25 grados depende que la de mi negocio no llegue a los 50 en los próximos años. La libertad de quienes no están dispuestos al mínimo sacrificio, choca directamente con la mía de poder seguir trabajando en y de la agricultura.

Después de muchos años dedicados en exclusividad al periodismo, en los últimos tiempos he añadido a esa actividad, con ese ojo proverbial que solemos tener los periodistas para los negocios, la explotación de una finca familiar. Pese a que siempre he mantenido contacto con el mundo agrícola, nunca hasta ahora había sido mi principal ocupación. No les voy a aburrir con el coste y las dificultades que conlleva cambiar el cultivo de una finca; los gastos de arrancar los viejos árboles, preparar la tierra, adaptar el sistema de riego, comprar nueva maquinaria, o la nueva plantación (que los cuatro primeros años sólo genera gastos). Todo ese esfuerzo económico y físico, siempre pendiendo del fino y cada vez más inestable hilo del clima.

Cada grado más allá de lo normal, cada tormenta, cada ventada puede echar al traste la cosecha anual y, en los peores casos, incluso la supervivencia de la plantación. En los últimos años el tiempo meteorológico va al ritmo de la situación política. A una bronca le sigue otra mayor, a una sequía extrema una devastadora tormenta, a una histórica nevada el verano más caluroso desde que se tienen datos. Cada uno de esos episodios extremos deteriora progresivamente el estado de las plantas. Si no las mata directamente, frena su crecimiento, las hace mucho más vulnerables a las enfermedades y a las plagas, hace que sus frutos sean más escasos y de menor calidad.

El campo no es sólo un negocio, generalmente malo, sino el único modo, junto con la pesca, de supervivencia de la especie humana. Cada hectárea que se abandona nos pone un paso más cerca del caos. Tenemos la tierra y la Tierra que tenemos, no hay más. Y cuando deje de ser productiva moriremos de hambre (cierto que unos antes que otros). Ya está pasando, la falta de suelo fértil y agua es la principal causa de migración en el planeta.

Bajar un grado o dos el termostato de una tienda donde vamos a comprar ropa, de un bar donde nos tomamos una cerveza helada, de una oficina donde estamos sentados y a la sombra, se antoja un sacrificio más que asumible, si la alternativa es la debacle medioambiental.

Pero qué podemos esperar de quienes consideraban en plena pandemia, que su libertad a salir, a divertirse en bares o discotecas estaba por encima del derecho a la vida de los más vulnerables. Ahora defienden que nadie puede coartar su libertad a ver escaparates a las 3 de la madrugada, a ponerse una rebequita en pleno mes de agosto en su restaurante favorito o a iluminar las calles en Navidad como si no hubiera un mañana. Y en algo tienen razón, si dejamos en sus manos el gobierno de este país y del mundo, no habrá un mañana.