Suele ocurrir que cuando alguien quiere rebatir algo, pero no tiene argumentos para hacerlo, recurre a ciertos prejuicios y clichés con los que descarta el razonamiento o la reflexión, dejando vía libre a sus falsas premisas. Así se suelen generar muchos tópicos. Tópicos o prejuicios como calificar de “radical”, “falso” o “extremista” a todo aquello que supone una visión diferente de las cosas, o un obstáculo para las ideas propias o los propios intereses. Porque sí, desgraciadamente existen muchas personas,  y sobre todo determinados entornos, que califican de “extremista” o radical a todo aquello que se escapa de su concepción interesada y muy mediatizada del mundo, o de sus escasísimas o muy manipuladas entendederas.

Y creo percibir que es frecuente, con esa misma estrategia, que cuando a alguien no le interesa, por el motivo que sea, reconocer que las mujeres no provenimos de una costilla de Adán, es decir, que no somos un apéndice del hombre, saca a colación una expresión, muy rentable en términos ideológicos, que suele zanjar la cuestión: “falso feminismo” o “feminismo radical”. Porque esos que hablan o piensan en esos términos llaman feminismo (normal, a secas) a que todo siga igual, y a que se pueda seguir tratando a las mujeres como si fueran un florero o una cómoda isabelina.

La escritora y activista norteamericana Marie Shear articuló la frase que, en mi opinión, mejor define al feminismo, y que lo deja todo meridianamente claro: “el feminismo es la idea radical de que las mujeres somos personas” ( literalmente escribió: “the radical notion that women are people”).

Las mujeres somos personas. Nada más y nada menos. No olvidemos que en las encíclicas católicas la mujer era calificada como “animal superior” hasta finales del XIX, lo cual nos ofrece cierta idea de cómo han sido las cosas en el mundo que nos antecede. Y no olvidemos que en el primer dogma católico, el mito de la creación, a la mujer se nos dibuja como un apéndice del hombre, además de culpable del pecado original y de todos los males de la humanidad por toda la eternidad. Ahí es nada ¿Acaso alguien puede dudar de la misoginia y el odio, en este caso sí, radical, que el cristianismo impone contra las mujeres? ¿Acaso alguien puede dudar de que el machismo no es un invento de los hombres, sino de las religiones monoteístas que inyectan en vena el odio sistemático hacia lo femenino?

Con estos antecedentes y en este contexto, en un país en el que, desde los primeros años de escuela, vergonzosamente se sigue adoctrinando a los niños en esos mitos y en esa misoginia, no es para nada de extrañar que el machismo siga siendo el pan nuestro de cada día, en la sociedad y en las cabezas de muchos hombres y de muchas mujeres. Está normalizado en la conciencia colectiva y muchos lo llevan en su ADN. Y no es de extrañar que haya un dirigente del deporte español, en concreto el presidente de la Federación Española de Fútbol, que haya dado muestra, públicamente, de una actitud absolutamente irrespetuosa, machista y de abuso de poder frente a una mujer, casi a la vez, además, que se tocaba de manera obscena y prepotente sus genitales a modo de gesto de soberbia más que de victoria; al rechazo que estas actitudes han provocado, este alto cargo del fútbol español le llama “falso feminismo”.

Suele ser la falta de respeto una actitud típica de narcisistas, abusadores y  maltratadores, para quienes su objetivo o su víctima no son personas autónomas ni de pleno derecho: las cosifican, las deshumanizan, las despojan de derechos, de individualidad, de humanidad. Cosificar a alguien es reducir a ese alguien a la categoría de cosa. A las personas no se las puede poseer, ni humillar, ni abusar, ni despreciar, ni someter sin consecuencias; a las cosas sí, sin ningún problema. Por eso la cosificación está muy presente en muchas actitudes y en muchos procesos humanos de sometimiento, abuso o represión.

Los políticos de la derecha cosifican a los ciudadanos cuando recortan sus derechos, a los jubilados cuando congelan sus pensiones (“que vendan sus casas, si quieren dinero” llegaban a decir); los pederastas cosifican a los niños abusados, los violentos cosifican a sus víctimas, los machistas a las mujeres. Los racistas cosifican a los de otras razas. Los canallas cosifican a los seres de otras especies para poder abusarlos, explotarlos y torturarlos. Y ello les exime de  culpa (en el caso de los que la pudieran sentir) y, sobre todo, y esto me parece importante, se justifican ante un crimen, un delito o una inmoralidad ante los ojos ajenos.

Los abusadores, especialmente los que ostentan posiciones de poder, cosifican a sus “inferiores”. No son personas, para ellos son “cosas” con las que pueden evitar el trato digno o respetuoso. Recordemos a Aznar metiendo un bolígrafo en el escote de una periodista. Y parece que este alto directivo abrió compuertas, psicológicamente hablando, en un momento de euforia, y actuó de manera espontánea, invadiendo el espacio personal, el cuerpo y la intimidad de una jugadora de fútbol que acababa de ganar el campeonato mundial a la que, claramente, no trató como a un ser humano digno de respeto, sino como a un objeto de su propiedad. Algo bastante frecuente en este país que, por altamente religioso es altamente misógino y machista.