A muchos niños les inculcan en las escuelas un amor latifundista y clueco por los tecnocacharritos. Una tablet es, hoy, el viejo osito de peluche, ese matorral bonachón de felpa, solo que más suave y norit incluso. La tablet resume la suavidad del nuevo mundo —pura superficie sin engrudos ni aristas— de la que habla el filósofo Byung-Chul Han. Pero la cosa va más allá.

En una tablet o en un iPhone, se cifra una promesa teológica, un Silicon Valley metafísico para los bienaventurados cibernéticos, una esperanza de redención. Nadie puede quedar al margen de tanta felicidad. Hay, pues, que digitalizar a la población​, evangelizarla en la fe verdadera, uniformizar las conciencias, perseguir a los últimos herejes que aún porfían en el error de una existencia analógica para poder imponer sin estorbos el imperio, la pax romana de las máquinas.

Hasta no hace mucho, la Iglesia sostenía con arrogancia que, fuera de ella, no había salvación. Hoy, la ortodoxia la impone Silicon Valley, pero su lema ecuménico y global es el mismo: Extra intelligentiam artificialis nulla salus. Pues, al fin y al cabo, como asegura Kevin Kelly, el gurú del silicio, “podemos ver a Dios más fácilmente en un teléfono móvil que en una rana de San Antonio”. Y, para que este disparate sea aceptado por la masa, para que deseemos vivir en un enorme falansterio virtual, hay que excretar diarreicamente las bondades de la inteligencia artificial en prensa. En televisión. En foros académicos. En libros. Y esconder sus inconvenientes y perversiones, claro.

Algún que otro partido político nacional lleva en el frontispicio de su programa la implementación y desarrollo —hablan así de rosáceo y cursi— de las nuevas tecnologías en las aulas. ¿Todavía más? ¿Acaso no saben que Google ya se ha colado en ellas con el nihil obstat, o la molicie, de educadores y padres? Hablo de Google Classroom, una plataforma digital gratuita que ayuda a seguir la evolución académica de los estudiantes. Bueno, en realidad no es gratuita. Se compra entregando a una empresa poco transparente los datos personales de los alumnos —menores de edad, en su mayoría—, ya segmentados por sexo y capacidades intelectuales. ¿De verdad alguien cree que Google no va a aprovecharse de esos datos o que va a eliminarlos de sus servidores?

Para Krishnamurti, el fin último de la escuela, el más noble, el más alto, es formar ciudadanos libres. Pero de esto, de libertad, los políticos, ni media palabra. Tampoco aparece en los libros blancos y gordos que perpetra José Antonio Marina. Ni en los informes PISA de la OCDE, una organización menos preocupada por la educación que por reclutar el día de mañana a futuros profesionales que perpetúen obedientemente el sistema neocapitalista.

De modo que ahí tenemos a nuestros niños prolongando en el aula la tarde ciberguay de domingo, dóciles a los colorines lisérgicos de las tablets y adictos a la dopamina digital. No es que los chavales, como se ufanan en proclamar y en no demostrar algunos pedagogos y otros dómines posmodernazos, aprendan mejor matemáticas o inglés con las nuevas tecnologías. Es que las asignaturas escolares son un pretexto para que los niños vivan enganchados al cordón umbilical de las máquinas, que serán el posfuturo de la humanidad, una distopía controlada por el maching learning, la computación cuántica y el 5G. Así, pues, con la excusa del aprendizaje y del ahorro de papel (¡cuánto nos importa, a veces, el medio ambiente!), se adiestra a los críos para convertirlos en siervos felices de Google y de los tecnocacharritos. El profesor, dentro de poco, sobrará. Y el profesor independiente y crítico, más. Hey, teacher, leave them kids alone, exigía Pink Floyd.

Se trata, en definitiva, de que los niños acepten las máquinas como si fueran sus ángeles custodios y le recen, cuatro esquinitas tiene mi cama, etc., al dios Android. Y de que todos las consideremos imprescindibles, hasta el punto de que podamos vivir sin agua, pero no sin ellas. Lo ejemplifican ya esos adolescentes y jóvenes perdidos, inquietos, puros yonquis digitales, hogueras de sí mismos, que desarrollan síntomas de abstinencia si les roban el teléfono, lo pierden o pasan un cuarto de hora de palidez y taquicardias si no lo manosean.

Solo así, pavlovianamente condicionados, podremos admitir la inmediata convivencia con las máquinas inteligentes y adherirnos al cielo infernal de Ray Kurzweil, el director de ingeniería de Google, quien pretende crear una nueva superespecie: los transhumanos, seres híbridos entre hombre y máquina. Todos serializados, como los ladrillos de un muro. Si su profecía se cumple, y hasta ahora no ha fallado en las anteriores, estaremos cerca de la aterradora inmortalidad hacia 2040. Será cuando la tecnología se haya desarrollado lo suficiente como para introducir “pequeños robots en el torrente sanguíneo que mejoren el sistema inmunológico”.

Para entonces, sospecho, Google ya no estará en la educación, porque nuestra educación será la zombificada y unicelular que Google y la tecnología nos hayan impuesto. Los niños no tendrán que recordar la batalla de Poitiers, por ejemplo, pues nunca habrá existido. Y encima tendremos todo el tiempo del mundo para jugar al Fortnite. Guay.