En sólo un mes nos han dejado tres de las voces fundamentales de la poesía de posguerra española: el malagueño Manuel Alcántara, la gaditana Pilar Paz Pasamar y la alicantina Francisca Aguirre. Tal vez para los que comenzamos a escribir mirando a los maestros, a estos en concreto, desde la sensibilidad de la poesía, sus pérdidas entrañen una metáfora de nuestros tiempos además de la pérdida emocional y biográfica. Quizá se acabó el tiempo de los poetas, por mucho que proliferen los que dicen serlo en las redes sociales con la ramplonería de su superficialidad, pero está tocando a fin el tiempo de los referentes. El tiempo en el que los escritores no sólo se comprometían con la palabra, sino con su tiempo, y por eso se convertían en símbolos de libertad y de contrapoder. En opiniones autorizadas y necesarias por vida y obra.

 Pocos casos como el de Francisca Aguirre, nuestra “Paca”, que sufrió en su primera biografía la crueldad de la guerra, la pérdida de su padre, Lorenzo Aguirre, un pintor erradicado hasta de las enciclopedias y ajusticiado por el régimen franquista con muerte de garrote. Ella misma lo escribe en un poema de su segundo libro, “Los trescientos escalones”, dialogando con el padre muerto a través de uno de sus cuadros: “Papá, perdimos tantas cosas/además de la infancia y los trescientos escalones que tú pintaste/nunca he sabido si para decirnos que había que subirlos o bajarlos./Y ahora pienso, desde tu mano que me ayudaba a recorrerlos,/que tal vez me dijiste entonces/que había que subirlos y bajarlos/y para eso los pintaste/y para eso pasaste días enteros/pintando una escalera interminable,/una hermosa escalera rodeada de árboles y árboles,/llena de luz y amor,/una escalera para mí,/una escalera para que pudiera subir,/vivir/y una escalera para descender, callar,/y sentarme a tu lado como entonces.” Paca Aguirre marcaba así una poesía que, sin ser social, si era una poética de la memoria, de la dignidad, del compromiso ético. Una poesía que le acercaba a su admirado Antonio Machado con el que coincidió, siendo una niña, cruzando la frontera de Francia hacia el exilio, como también rememoró en el poema “Frontera”.

 No fue, sin embargo Aguirre, una poeta anclada en el dolor, aunque lo “pusiera a trabajar al servicio de la vida”, frase familiar que algunos adoptamos como nuestra, y mucho menos en el resentimiento. Con el compromiso siempre, pero también la alegría, la solidaridad, el ponerse en el lugar del otro y convertir su casa, y la de Félix Grande, su marido, en un refugio para escritores de  todo origen y condición que siempre encontramos en su hogar consuelo, ayuda y alegría. Quiero recordar que, además de la mucha admiración y afecto, su obra también consiguió importantes reconocimientos. Con la distancia de unos pocos meses aparecieron dos libros de sus libros, “La Herida Absurda” y “Nanas para dormir desperdicios”, no siendo Paca Aguirre muy pródiga en la profusión de títulos, pero sí en su calidad y exigencia, lo cual garantizaba, de entrada, el deleite de los que amamos la palabra poética y los caminos poco andados de los que buscan mucho más que juntar palabras, pecado capital y premiado en el panorama literario contemporáneo.  Precisamente este altísimo nivel de exigencia, enemigo de autocomplacencias vanidosas y erráticas -marca de fuego que le imprimió en el corazón uno de sus maestros, el excepcional Luis Rosales-, hizo que, aunque cronológicamente se considerase una autora de la Generación del 50, en cuyo grupo y revistas comenzó a leer y publicar sus primeros poemas, con amigos como José Hierro o Pilar Paz Pasamar, de esa misma generación, no viese editado su primer libro, el sensacional “Ítaca” hasta el año 71. En su obra, sin un sólo traspiés, se ha ido depurando una concepción ética de la poesía, como una estética moral que convierte la palabra, la música y la belleza, en un escudo con el que defenderse y un mirador para asomarse al mundo y a la memoria, sin concesiones al rencor ni al odio, pudridero inevitable del corazón humano. Quizá, al contrario que Cernuda, el desgarramiento que le produce al poeta el conflicto entre la realidad y el deseo, que acaba  casi siempre en la herida de la  frustración, es resuelto por esta poeta con una conciliación de la vida con la realidad, a través de las asunciones de las pequeñas y grandes derrotas biográficas, siempre con los lazarillos de la ternura y el sentido del humor, de la ironía, síntoma inequívoco de inteligencia. Tal vez por esta razón, aseguraba en una entrevista nuestra poeta que “si el artista no acepta un principio de realidad está perdido. Para modificarla es necesario que previamente la aceptemos. A lo largo de todos mis libros yo he intentado eso: dar noticia de mi historia”. Machadiana por convicción, en el primer libro del que hablamos, publicado en Bartleby Editores, cuyo título está tomado de un tango de Cátulo Castillo que dice: “la vida es una herida Absurda”, da buena cuenta de este principio moral de conciliación con las amarguras y sinsabores, con los dolores de la memoria y la biografía, sin exhibicionismos, con verdad y hondura, como en un buen bolero, un buen flamenco, o una buena copla de Rafael de León, fuentes que Paca Aguirre ha reivindicado siempre, a la misma altura, y sin empacho que sus adorados Quevedo, Rubén Darío o Antonio Machado. Quizá con esta franqueza, dice en el libro “La verdad es a veces peor que la mentira,/ porque de la verdad nadie nos salva,/ ¿quién podría salvarnos de ese escarnio?”. O en su alegato constante contra el odio y la revancha de la memoria sobrecoge leer: “Un corazón ahogado por el odio,/ envuelto en su coraza transparente,/ no es más que una cebolla en el mercado,/ un vegetal dispuesto a provocar lágrimas...” En su libro, “Nanas para dormir desperdicios”, aparecido en la Editorial  Hiperión hace muy poco, se ahonda aún más en la naturaleza limosa y residual de la condición humana  y a la que la poeta trata con la ternura de quien canta una canción de cuna para amansar el dolor y la feracidad de esta naturaleza. De este poemario, que fue Premio Alfons el Magnànim-Valencia de Poesía en castellano 2007,  el jurado de esta sección señaló que  “tiene como asunto central los resquicios de la memoria recomponiendo la experiencia”. Luego vinieron el Premio Nacional de Poesía, y también, hace unos meses, el Premio Nacional de las Letras, que se premiaban más a sí mismos galardonando a esta poeta de la memoria comprometida, del diálogo con la otredad humana. El sentimiento de orfandad literal, y también de una época, fue una de las pulsiones y motores de su poesía y de la vida. También una constante de cómo las ausencias nos acompañan y nos mantienen alerta frente a un mundo que repite errores irremediables. Para los que la leímos y la quisimos, mejor dicho, para los que la leemos y la queremos, su ausencia ahora, debe seguir siendo una compañía confidente, alerta, aunque nos contrapreste el sentimiento de orfandad, de la falta de su mirada, de su sentido del humor, de su ternura, de su implacable y generosa humanidad.