Algún juez con la cabeza abrumada de birretes —el birrete solo es una boina con estudios— se complace en dictar sentencias que corrigen o falsean la historia y nos dejan a todos perplejos y mareados por el flashback.

Puesto que ciertos jueces saben de todo, incluso latín —alguno le arrea pescozones a Cicerón porque aún no domina el ablativo absoluto, el muy zoquete—, cualquier mañana de estas, sus señorías decretarán que la ley de la gravedad no se ajusta a derecho y dictarán orden de búsqueda y captura contra Newton y su manzana libertina, por cómplice y encubridora. Y por haberse desprendido del árbol de la ciencia sin permiso judicial. Y es que nuestros jueces son muy instruidos. Saben de todo, ya digo. Más o menos como Juanjo Cardenal, esa vocecilla de pentecostés que descendía del cielo empollón de Saber y ganar para desasnar a los concursantes.

No hay nada, en efecto, que escape al conocimiento de nuestros jueces, de nuestros prudentísimos, cultísimos, preparadísimos, serenísimos, justísimos y esdrujulísimos jueces. Dominan todos los saberes, desde la ontología a la papiroflexia, pasando por la termodinámica, la hermenéutica talmúdica, el adobo visceral de las morcillas y la historia. Porque también saben de historia. Más que Paul Preston. Más que Álvarez Junco. Más que Enrique Moradiellos. Más que María José Turrión. Qué sabrán todos estos aficionadillos de Millán Astray.

 De modo que, si los jueces del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, nuestros prudentísimos, cultísimos, etc. jueces, han decidido recientemente que Millán Astray no participó “de manera inequívoca” en el golpe del 36, ni en la represión franquista —“larga noche de piedra”, la llamó el poeta Celso Emilio Ferreiro—, así será.

Ítem más, si hubieran aprovechado el encontronazo con la inspiración, habrían dicho que aquella Legión fundada por Millán Astray que mataba, torturaba, amputaba y degollaba a los rifeños fue en realidad una oenegé. Un grupo de muchachos que regalaba latas de conserva y pastillas para la tos a los africanos, esos desagradecidos que pagaban la solidaridad de los españoles muriéndose porque sí, por fastidiar; unos porque interponían la chilaba en el camino evangélico de una bala; otros porque se hacían repentinamente donantes de sangre y ya no paraban; otros porque se fingían los muertos y le cogían gusto a eso del quietismo, y los de más allá porque decidían vivir sin nariz o con una oreja menos.

En fin, costumbres de los moros, que son muy raritos. Casi tanto como los rojos y milicianos que defendieron la República en el 36, y a los que los legionarios de Millán Astray jamás hicieron objeto de su sadismo demente y torrencial, sino que —como solo saben nuestros jueces— les servían churros para merendar y les ayudaban con la digestión cachazuda del chocolate leyéndoles comedias de Lope de Vega y bailándoles pavanas y minués.

Peligrosamente, sus señorías, o lo que sean, han decidido hacer flashback y corregir y falsificar la historia, y han vuelto a subir a los altares de ladrillo de una calle de Madrid a Millán Astray, la cheerleader de Franco, la alcahueta del Caudillo, cuyo aliento, dicen quienes lo padecieron, apestaba a coñac africanista y a dromedario muerto; Astray, como se sabe, fue quien vociferó contra Unamuno, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, aquello de “¡muera la inteligencia y viva la muerte!”, algo históricamente probado a pesar de las histerias revisionistas de quienes pretenden blanquear el franquismo.  

Pues bien, este intelectual del grito y la pistola es el que ha sacado del callejero matritense a Justa Freire, maestra en tiempos de la República y una de las mejores pedagogas que han comido pan en esta España cada día más reaccionaria y analfabeta. Supongo que los jueces, nuestros justísimos, decentísimos, sapientísimos, etc. jueces, prefieren la barbarie a la civilización, el homenaje a la dictadura antes que a la democracia. Buen modelo para los niños de hoy que mañana heredarán nuestro mundo: una nada con aire acondicionado.

Hoy he ido a rezarle un poema al monolito que, hace unos años, le levantaron a Freire en un parque de Moraleja del Vino, su pueblo natal. Ya he confesado mi crimen, señorías. Ahora, vengan a buscarme.