“La democracia está bajo asalto”, es lo que ha dicho el gobernador de California en denuncia a la escalada del presidente estadounidense, Donald Trump, en Los Ángeles que ha contagiado al resto del país. La ciudad está inundada por la marina y otras fuerzas militares para controlar a una población repugnada por lo que se está convirtiendo su país.
En los últimos años, el rostro de los estadounidenses se ha transformado en un cuadro con la bandera en un altar. Estos mismos estadounidenses han votado a un hombre que ha prometido deshacer las costuras de su sociedad con la esperanza de recuperar la grandeza de un Estados Unidos que todos desconocen y que posiblemente nunca haya existido.
Las sociedades nunca son perfectas, de eso estoy segura. Cuando glorificamos un tiempo pasado, añorando su grandeza por presentar una vida fuera de nuestro alcance, olvidamos que todo tiene un precio. Algunos sueñan con los hombres del pasado, pero se olvidan de las mujeres que han llorado y han luchado por los derechos de los que disfrutamos hoy. Otros ansían la familia pintoresca en una casa del campo de los pueblos estadounidenses, pero desconocen el precio de las apariencias y los hombros sobre los que se han construido. Nos olvidamos de aquellos que han sudado, sufrido y sangrado por nuestro presente. Esto es la enfermedad de los republicanos estadounidenses; están enamorados de un pasado que ha costado las vidas de sus abuelos y abuelas, con lo que han obligado a sus hijos a soñar y que deja de lado la tasa de ese pasado idílico.
Desconozco si lo que hace Trump es correcto. ¿Es acertado expulsar a inmigrantes sin documentación que están viviendo en Estados Unidos? ¿Es justo permitir que los inmigrantes que han luchado por documentación vivan al lado de aquellos que no lo han hecho, pero viven la misma vida? ¿Es correcto negarle a aquellos hombres, mujeres o niños que lo han dejado todo en búsqueda de seguridad el acceso a ello? ¿Es justo permitir un influjo de personas diversas que pueden desequilibrar una economía en un país? ¿Cuál es la decisión humanitaria? No tengo una respuesta y probablemente nunca la tendré.
Sin embargo, la realidad es que estas protestas que sumergen las calles de Los Ángeles y que están prendiendo el fuego de la ira a lo largo del país norteamericano reflejan una realidad que va mucho más allá de redadas de inmigración que hacen que amigos, compañeros o seres queridos desaparezcan. Los estadounidenses se están enfrentando a un Estados Unidos que no representa al que veneran, donde lo que una vez fue una nación de revolución, lucha y avance, se ha convertido en una nación que se arrodilla ante aquellos hombres que representan el dólar.
El pasado que vive y respira en el imaginario colectivo estadounidense está estrangulando a aquellos que reconocen el sacrificio de sus abuelos y abuelas en búsqueda de un futuro mejor mientras que los que quieren recuperar la grandeza del pasado están perdiendo de vista lo que les hacen ser estadounidenses. Una nación, cuya cultura sureña no se arrodillaba ante nadie, ahora responde a la llamada de hombres que nunca han respirado el aire del campo, sentido la ansiedad de llegar a fin de mes o llorado por aquellos que han sido rechazados por su propio país por ser diferentes.
Trump reza a su Dios de la libertad y vende su mito en forma de bandera a personas que se han olvidado del sentido de la palabra. Condena la participación de una menor en competiciones de mujeres en redes sociales por cambiar de género, acusa a todos aquellos que se le oponen de ser “radicales” y permite que su ignorancia le convierta en un empresario fantástico, pero en un diplomático que ha puesto y pone en riego la vida de millones de personas. Estados Unidos está viendo como un hombre con un hacha llamada libertad socava poco a poco su constitución para crear una escultura a su parecer. Algunos consideran que eso representa lo que es ser estadounidense, mientras que otros no lo reconocen.