Vienen a Madrid con sus rostros de adobe, con sus camisetas vocingleras, con sus pancartas de tierra y rabia. Vienen a Madrid a exigir lo que es suyo. Y lo gritan con hoces en la garganta, con amapolas rojas y libres en la mirada. Vienen a rodar en la plaza de Colón un Novecento de justicia y azadas. Vienen, sí, desde los trigales románicos de Soria, desde el realismo social de Cuenca, desde Guadalajara, desde Béjar, desde los olmos capitulares de Burgos, desde el Duero medieval y lentísimo de romances de Zamora, desde las dehesas de Extremadura, desde Teruel, donde aún canta en el viento una voz labordeta y brava.

Vienen calmosos de cólera. Vienen de toda España. Vienen del fondo de la historia. Vienen con gritos de abarcas. Pero esta vez no para hacer bulto en los telediarios. Esta vez les reclaman, les exigen, les ordenan a los políticos que les hagan caso, coño, que acuerden un pacto de Estado que los redima de tener que vivir exiliados en su propio país. Porque están hartos de marchitarse en sus pueblos.

Hartos de soledad y zarzas. Hartos de que los pocos niños que hay allí deban recorrer kilómetros de nieve y sueño para ir a la escuela. Hartos de que los jóvenes se larguen a poner ladrillos en la nueva burbuja inmobiliaria. Hartos de que la conexión a Internet tartamudee cuando el ganadero tiene que declarar a Hacienda el parto de una oveja y el ramoneo nuevo de una cabra. Hartos de que insulten con calderilla el sudor de sus frentes y la leche de sus vacas. Hartos de las subvenciones y de la PAC que las parió. Hartos de que nadie ponga un precio justo a la uva. Hartos de que las campanas toquen a muerto. Hartos de carecer de médico, de transportes, de futuro, de trabajo. Hartos de que los políticos les cambien humo por votos cada cuatro años. 

Hartos, sí, muy hartos.