Incertidumbre e impotencia son sensaciones que vinieron para quedarse un tiempo que excede a cualquier previsión. Pensar en futuro es cuanto menos desconcertante y, si hacemos un ejercicio de prospección, es posible hallar señas de identidad que remitan al pasado. Quizá la confianza en situaciones que entendíamos superadas nos ha llevado a repetir unos patrones de demostrada destrucción.

Las consecuencias económicas y sociales de la crisis financiera de 1929 fueron en Europa el caldo de cultivo para la llegada al poder de los regímenes fascistas y el germen de la Segunda Guerra Mundial. Entonces, la devastación que aquello supuso para la humanidad llevó a que los países se unieran para facilitar la cooperación entre gobiernos, mantener la paz y seguridad, y promover el progreso social.

Casi un siglo después una nueva crisis, la de 2008, generó una pérdida de confianza en el proyecto europeo, la desafección hacia los partidos tradicionales y un descontento social ante la incertidumbre y la desigualdad, que es donde mejor calan los mensajes simples y atractivos para amplios sectores de población por la forma en la que justifican la exclusión de minorías de otras culturas. Mensajes populistas que, por otro lado, se convierten en el centro de la atención mediática y los impulsa a posteriores éxitos.

Un escenario de crisis económica, política y social que propició, aunque a diferentes velocidades, el resurgir de fuerzas ultras que, al igual que sus predecesores, se nutren del malestar por la creciente desigualdad social.

Las características que definen a estos partidos son diversas, pero de doctrina simple: Nación, familia, autoridad, justificación de la violencia, desafección hacia un sistema que traiciona los intereses del pueblo y xenofobia revestidas de “sentido común” capitalizan la frustración, el miedo o la inseguridad que provocan tiempos convulsos en los que las emociones prevalecen a la razón.

Todo ello traído a la actualidad, nos da una perspectiva que trasciende a las posiciones ideológicas porque estamos hablando de totalitarismo, contra el que hay que luchar cuando se defiende la justicia, la paz, la democracia y la libertad. Y esta lucha solo es posible con la solidez de la unidad.

Los totalitarismos huyen de la prosperidad compartida para ejercer el poder sin concesiones. Esta afirmación elemental les sitúa fuera de una realidad compleja en la que los desafíos no atienden a soluciones domésticas: demostrado queda que los grandes problemas que condicionan nuestro presente, y que podamos caminar hacia un futuro viable, pasan por unidad de acción para dar soluciones globales.

Por tanto, el populismo simplista con el que la ultraderecha agita las emociones para polarizar la sociedad es una gran mentira que no persigue dar respuestas a las necesidades del mundo actual, sino volver a tiempos totalitarios que anulan los principales valores democráticos por los que hemos luchado durante décadas y por los que hemos de seguir luchando.

No perdamos la perspectiva para que la historia no se repita; encontrar una manera de salir de esta situación pasa por la tolerancia, la unión y el respeto. No la encontraremos en la exclusión, el odio y la división.