La Unión Europea atraviesa momentos difíciles, agravados por la creciente falta de confianza de los ciudadanos en el proyecto europeo. No sin razón, nos sentimos cada vez menos representados por las instituciones. Partimos de un sistema de elección de gobierno tan alejado de las urnas que incluso sus defensores más acérrimos admiten que quienes toman las decisiones en Bruselas son los burócratas. La única vez que los ciudadanos elegimos quién queríamos que nos gobernara, fuimos víctimas de un engaño. En mayo 2019, Manfred Weber se postuló como candidato a presidente de la Comisión y ganó las elecciones. Le correspondía, por tanto, liderar la Unión Europea. Los Estados Miembros ignoraron este mandato y decidieron nombrar presidenta a Ursula von der Leyen en unas negociaciones políticas donde los ciudadanos permanecimos al margen.

Los recientes escándalos de corrupción tampoco ayudan. La ausencia de una fiscalía en el seno de las instituciones que investigue la comisión de delitos de funcionarios y políticos europeos en el ejercicio de su cargo, como sucede en los Estados Miembros, merma una confianza ya debilitada por la ineficacia de la Unión a la hora de dar respuesta a los desafíos globales.

Europa es un gigante que, con grilletes en los tobillos, se mueve lentamente en asuntos de máxima prioridad. El retraso en la aprobación de normas digitales y el excesivo plazo de transposición con que cuentan los Estados Miembros hará que, por ejemplo, medidas necesarias para preparar el desembarco de la inteligencia artificial en el mercado de trabajo lleguen demasiado tarde. El procedimiento legislativo completo, desde que la Comisión Europea publica la primera propuesta hasta que se aprueba definitivamente, tiene una duración media de un año. En Europa, somos pioneros en muchas cosas, es verdad; pero también hemos perdido muchos trenes.

Los defensores del proyecto argumentan que los políticos nacionales y medios de comunicación contribuyen a la desafección, pues no cuentan con pedagogía las cosas que suceden en Europa. Culpables o no del descrédito, el hecho es que, por estas y otras razones, la Unión Europea carece de la confianza necesaria para ser considerado un proyecto político incuestionado. Y eso, en el largo plazo, pone en duda su legitimidad.

Pero si por algo Europa carece de crédito, es por la desconexión con sus ciudadanos y sus empresas. Hay algunos ejemplos lamentables. Ayer mismo leía acerca de los desequilibrios en la negociación de tratados comerciales con terceros países. El caso de los productores de naranja valencianos es bastante ilustrativo. Las condiciones sanitarias de importación a Europa se negocian desde Bruselas que, al ser un mercado abierto, permite la entrada de la naranja sudafricana, israelí o egipcia sin imponer apenas condiciones fitosanitarias. Sin embargo, los requisitos de exportación los negocia cada Estado Miembro bilateralmente. ¿Qué sucede? Que en el momento en que España, por ejemplo, negocia sus protocolos de exportación de naranja, Europa ya se lo ha dado todo a los terceros países, y como no tenemos ninguna baza en esas negociaciones, nos imponen condiciones de exportación tan restrictivas que nos sale más a cuenta dejar que la naranja se pudra en el campo. La consecuencia es que los supermercados españoles están repletos de naranja sudafricana o egipcia, mientras que los productores valencianos tienen que malvender su producto. Cuesta creer que nadie en Bruselas haya reparado en este sinsentido.

Europa tiene que aprender a escuchar al ciudadano y a pensar en sus empresas. Existe un punto intermedio entre el euroescepticismo y afirmar con rotundidad que el modelo actual ha de ser nuestro horizonte político.

Europa se está muriendo de autocomplacencia. Hay muchas cosas que mejorar. Debemos reforzar la calidad democrática: aceptar el resultado de las urnas sin trapicheos ni trampas de trastienda, revertir su ineficacia y perseguir la corrupción de las instituciones. Pero, sobre todo, Europa tiene que resolver incoherencias como el desequilibrio en la exportación de productos agrícolas. No están justificadas ni se entienden.