Tres semanas después de haberse celebrado las elecciones generales, seguimos a vueltas sobre quien ha ganado o perdido la votación. Las matemáticas, pese a ser una ciencia exacta, admite matices, no siempre, pero los admite. En un partido de fútbol no hay duda de que quien gana es el equipo que mete más goles, aunque sea el que ha jugado peor. Pero en otros campos no futbolísticos ganar o perder no depende exclusivamente de los números.

No hay ninguna duda de que el Partido Popular es quien ha obtenido más votos, pero también está muy claro, y así lo indican las encuestas anteriores y posteriores al 23 de julio, que la mayoría de los españoles preferían como presidente del Gobierno a Pedro Sánchez con una clara ventaja sobre Alberto Núñez Feijóo. Entre ellos se incluían los votantes del PSOE, por supuesto, pero también la inmensa mayoría de los que votaron a Sumar, al PNV, a ERC, Teruel Existe, Bildu, BNG e, incluso, a Junts  En un sistema presidencial como el francés o el estadounidense, hay pocas dudas sobre que Sánchez hubiera sido elegido presidente. Los sistemas presidencialistas, salvo que surja un pirómano fascista como Donald Trump, dejan poco espacio a la duda y a la deslegitimación del ganador.

Para quienes, como  el PP o VOX, tienen sus orígenes en idearios tan poco democráticos como el franquismo, es mucho más fácil asimilar un sistema presidencialista. Pero la Constitución española, esa que dicen defender a capa y espada día tras día los dirigentes de la derecha, no deja ninguna duda sobre que sólo los diputados tienen el poder democrático y legítimo de elegir quien ha de presidir el Gobierno de nuestro país. Tanto es así, que pueden escoger a cualquier ciudadano español para el cargo, aunque no haya salido elegido diputado o ni tan siquiera se haya presentado en una lista electoral. Es decir, nuestro sistema electoral permite que pueda ser elegido presidente del Gobierno un español que no hubiera obtenido un solo voto en las elecciones generales.

No tengo duda de que tanto el PP como VOX preferirían que nuestro sistema electoral fuera no sólo presidencialista sino menos proporcional. Que con él se obtuvieran mayorías más claras, que hicieran desaparecer a los partidos minoritarios. Que el poder estuviera aún más concentrado en Madrid. Que, como en Francia, desaparecieran las lenguas y las culturas de las minorías. Que España volviera a ser una, grande y liberal (lo contrario de libre). Pero para conseguirlo tendrán que cambiar la Constitución, la que han jurado defender intacta hasta la muerte.