Éste miércoles España ha entrado en el periodo de luto oficial más largo de la historia del país como homenaje a las más de 27.000 víctimas mortales que el coronavirus ha dejado entre nuestros familiares, amigos y compatriotas. Las banderas, que ya ondean a media asta en todas las sedes de organismos oficiales, lucirán un crespón en hasta el próximo 6 de junio. Así se recoge en el Real Decreto promulgado “Porque es bueno que la sociedad que trabaja junta por el bien común pueda manifestar también junta su dolor, porque es digno consolidar los vínculos sociales con un duelo colectivo y unitario”. La urgencia sanitaria y nacional nos había acogotado a todos pero, era necesario, imprescindible, presentar nuestros respetos como país por todos aquellos que ayudaron a levantarlo, pues el índice de fallecimientos ha sido mayor entre las generaciones que, callada y responsablemente, hicieron posible la transición, y el viaje de nuestra nación a la contemporaneidad. Yo confieso que me he dejado homenajes y reconocimientos por el camino, como el de mi querido y admirado amigo, el periodista José María Calleja, cuya muerte me sorprendió en pleno golpe por la pérdida de mi madre. Un periodista comprometido, sin servidumbres, salvo las de su conciencia, mentor de muchas generaciones de periodistas desde su labor docente en la Universidad. Lo conocí en Madrid, gracias a la amistad común del también profesor José Manuel Morcillo, y trabamos afecto y simpatía enseguida. Fue jurado en todos los años de existencia del Premio de Periodismo Zerolo en Torremolinos, que creé y coordiné hasta su inexplicada desaparición, y compartimos debates, reflexiones y puestas en común sobre la realidad política y social de nuestro país. Hasta un par de días antes de que se le detectara la enfermedad estuvimos intercambiando llamadas y mensajes, preocupado por mis circunstancias familiares, sin que él le diera importancia a los síntomas ni signos que, fatalmente, se lo llevaron con 64 años. Un periodista y un hombre entrañable y necesario en nuestra sociedad, que adolece de compromiso sin ira, ni mezquindades. No pudo con él la amenaza terrorista de ETA, en los años más duros en Euskadi, y un pequeño virus asesino nos ha dejado a todos sin su sonrisa inteligente, sin su labor incansable,  y sin su compañía. Muertes, muertes inesperadas e irremediables por las que debemos, con humildad y referencialmente, ser mejores, más humanos, menos ruines.

Como Calleja, otros muchos nombres conocidos u anónimos. Son 10 días de homenaje a las víctimas del Covid-19, “en recuerdo de todas las víctimas provocadas por la violencia, el terror, las catástrofes o la enfermedad”,  puntualiza la orden firmada por el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, publicada el pasado miércoles en el BOE. Y es necesario que así sea porque, a las injustas muertes por la inesperada pandemia, también hay que sumar las silenciosas muertes, sin duelo posible ni despedidas, lo sé en carne propia, de todas aquellas familias que nos hemos visto inmersas en procesos de muertes de familiares por otras dolencias, sin posibilidad de pasar el duelo por los protocolos sanitarios.  En el Real Decreto,  jefe del Ejecutivo asegura que es  “justo homenajear a los compatriotas que han sacrificado sus vidas en el cumplimiento del deber ante una amenaza insólita contra la salud y el bienestar de la nación. Porque es necesario expresar el respeto a las generaciones mayores que, después de trabajar durante años difíciles por nuestro progreso, se han visto especialmente afectadas por la pandemia, y porque es proporcionado expresar el convencimiento de que la valoración de los cuidados en las decisiones públicas es la apuesta más fecunda por el futuro”.

Asegura el Diccionario de la Real Academia que el Luto es un “signo exterior de pena y duelo en ropas, adornos y otros objetos, por la muerte de una persona”. Una cuestión formal que no es baladí en una nación que parece haber perdido el decoro, el respeto y las formas en todo lo importante, que traslucen y trascienden el fondo. Sería un gesto de respeto por todos los fallecidos y sus familiares, la compostura de la clase política pero, desgraciadamente, los carroñeros no suelen usar buenas maneras para nutrir sus necesidades alimenticias. Frente a la vociferante e irresponsable algarabía de los que usan las muertes como munición, como indican medios internacionales como el New York Times, yo me quedo con el recogido y respetuoso silencio, de los que tenemos que acomodar el dolor y las ausencias en nuestro día a día. Muchos de los que y las que incendian nuestra cotidianeidad se visten de negro aunque, como dice la letra flamenca “el luto que es sentío/ se lleva en el corazón/ y no en el color del vestío”.