Tenía cara de filósofo francés, un deje de álamo en la osamenta y una melenita desafiante y blanca. Ha muerto Carlos Pérez Siquier, que reunió a tres fotógrafos en uno, como la trimurti hindú o las ofertas de Alcampo. Su cámara, en efecto, atravesó varias etapas. Me interesa la primera, cuando Siquier besa la estampita barbuda y revolucionaria de Marx y ejerce de comunista, o al menos lo parece, pero no comunista del Kremlin, sino de Almería, esa Tierra de Campos que se ha duplicado en el sur, tan árida, olvidada, miserable y bella como la que se extiende en Castilla.

Siquier nos mostró la Almería que no salía premiada en la quiniela cinematográfica de los wésterns, sino la de las sayas negruzcas y remendadas, la Almería de los pantalones labriegos con moscas en la bragueta. Si Dickens existiera hoy, criticaría el mundo capitalista a través del visor de una Nikon y se llamaría Pérez Siquier. Porque fue este quien nos contó sin pelos en la cámara ni prejuicios en el objetivo, en plena censura y arriba España, que Somalia estaba incrustada en nuestro país como una verruga de miseria.

Pacientemente, minuciosamente, Siquier documentó la paciente y minuciosa indigencia en que vivían los vecinos del barrio de La Chanca, algunos de ellos en cuevas, que solo les faltaba dibujar bisontes para estar en Altamira, porque el taparrabos paleolítico ya lo llevaban. Una vergüenza que el régimen de Franco ocultaba bajo el triunfalismo bélico de los desfiles, el rosario de mesa camilla y los discursos relamidos del NO-DO.

Siquier fue, o simuló muy convincentemente serlo, marxista, ya digo. Porque ser marxista —y a estas alturas da un poco de vergüenza explicarlo— no es defender el gulag, ni comer rollitos de primavera maoístas, ni tener en el salón de casa un retrato de Stalin con ese alarde prusiano de bigotes, ni aprobar las purgas o el asesinato con un piolet de los rivales políticos, ni salir a comprar el pan con el puño en alto y La Internacional en los auriculares. Anguita lo definió con claridad y sencillez. Más o menos así: “Ser marxista es luchar para que se cumpla la Declaración Universal de los Derechos Humanos”.

Corría, en fin, el año sin gracia de 1956 cuando Siquier toma la primera foto de La Chanca, un arrabal del que, casi una década después, Goytisolo dijo, en su famoso reportaje del mismo título, que allí se vivía “la existencia esclavizada del hombre”.

En este trabajo de Siquier, puro blanco y negro —luego lo proseguiría en color—, hay imágenes tan crudas, imágenes de un naturalismo apenas mitigado por la mirada humanista del fotógrafo, que hoy ningún suplemento dominical se atrevería a publicarlas por no arañar la conciencia hipócrita de sus amos, es decir, de los anunciantes, a los que les repugnaría descubrir a una niña harapienta al lado de su bolsito pijito y caprichosito de dos mil euros.

Ver esas fotos de Siquier es rezar.

Pues bien, después de lo de La Chanca, Siquier se desdobla en una especie de Martin Parr saludablemente andaluz que elige el turismo de masas como objeto de su objetivo y —a pesar de la denuncia, no siempre lograda ni irónica, de sus imágenes— ya empieza a interesarme menos. El último Siquier, metido a filósofo de la cámara, arcangélico y abstracto como un Hegel de los píxeles, me aburre.

Con todo, el primer Siquier, comprometido y combativo, aún perdura, pese a nuestra tóxica y adocenada industria cultural que, como vio Adorno, solo es industria de la conciencia, y a la que contribuyen a sostener los azúas, los savateres, los muñozmolinas, los almodóvares, las doloresredondo y otros revertillos acomodaticios y escapistas a los que beatifica el gran sanedrín cultural del régimen, más que nada porque incordian menos que una mosca muerta. En cambio, yo adivino el eco fotográfico de La Chanca en las novelas duras y valientes de Belén Gopegui y en los versos de cielo y barricada de Isabel Pérez Montalbán, de cuidadísimo lenguaje. Gracias a Dios, aún quedan marxistas.