En Cataluña ya pocas cosas pueden sorprendernos. No obstante, cuando uno ve y escucha al presidente de la Generalitat Quim Torra afirmar de manera pública y solemne que “no tenemos que defendernos, sino que hemos de atacar a este Estado injusto”, y recuerda que como presidente de la Generalitat Quim Torra es el máximo representante del mismo Estado al que llama a atacar, el lío que se le arma es descomunal.

Como lo es también comprobar como el mismo Quim Torra se niega a copresidir un acto público con el jefe del Estado, el rey Felipe VI, aunque aproveche la oportunidad para colocar entre el reducido grupo de representantes institucionales a la esposa del exconsejero de Interior, Quim Forn, recordándole que su marido se encuentra preso por orden judicial y obviando, por otra parte, que el nombramiento del propio Quim Torra como presidente de la Generalitt tuvo pleno valor legal después de la preceptiva publicación del decreto correspondiente en el Boletín Oficial del Estado, firmado precisamente por el mismo rey al que ahora pretende ningunear.

En el mismo acto, el vicepresidente primero de la Mesa del Parlamento de Cataluña, Josep Costa, rechazó saludar protocolariamente al rey y no hubo respuesta alguna a este grosero acto de descortesía institucional. No hubo tampoco respuesta de ningún tipo a la creación de un importante espacio ciego para la seguridad de los asistentes a aquel mismo acto a causa de la colocación de una pancarta de grandes dimensiones en las que se mostraba el rechazo a la presencia del jefe del Estado español en los “Países Catalanes”, y pasados ya algunos días nadie sabe explicar de modo fehaciente quién, cómo, con el permiso de quién y con qué complicidades pudo instalarse una pancarta de dimensiones enormes y que hubiese podido crear problemas de seguridad en el transcurso de aquel acto.

Un acto, por cierto, convocado por el Ayuntamiento de Barcelona con la única y muy clara voluntad de manifestar pública y silenciosamente el duelo solidario de la ciudadanía de Cataluña con los familiares de las víctimas mortales, sus familiares y los muy numerosos supervivientes del criminal atentado terrorista cometido el 17 de agosto de 2017 en la Rambla de Barcelona. Pero no hubo unidad en esta triste conmemoración, que por ello aun fue más triste. No la hubo porque, hoy por hoy y sin duda muy lamentable y dolorosamente, en Cataluña no existe ninguna unidad posible. La sociedad catalana, aunque todavía hay quien se resiste tozudamente a negarlo, está gravemente dividida, fracturada con dos grupos cada vez más radicalizados y enfrentados, y una gran mayoría que cada día se siente más harta de esta confrontación social, que pone en riesgo una mínima convivencia libre, ordenada y pacífica como la que existía hace solo muy pocos años.

Ni tan siquiera en el emotivo duelo solidario con las víctimas de aquella barbarie, como se demostró ya hace un año, muy pocos días después de los salvajes atentados terroristas de la Rambla de Barcelona y del paseo marítimo de Cambrils. Porque ya entonces, con la complicidad pública y notoria del Gobierno de la Generalitat presidido por aquel entonces por Carles Puigdemont, lo que debía haber sido un acto de unidad contra el terror pasó a convertirse, por su mezquina y sectaria apropiación e instrumentalización, en una nueva demostración de la capacidad de movilización social del movimiento secesionista catalán. Pasado un año, los dos bandos más radicales se dejaron ver y oír, unos con sus pancartas, otros con sus banderas, y sus sombreros y sombrillas, todos ellos con evidente menosprecio para las víctimas y sus familiares.

Me manifiesto definitivamente incapaz de comprender cómo todo esto sucede sin que esta capacidad de movilización social independentista se resienta, ni tan solo cuando advierte que ha agitado tanto las aguas que tiene ya réplicas contundentes por parte de sus contrarios. No logro entenderlo, por mucho que me esfuerzo en hacerlo. Tampoco comprendo que nadie se atreva siquiera a calificar pura y simplemente de mentiroso a Carles Puigdemont cuando, sin tan siquiera ruborizarse, afirma contundente que él ya había dicho que ningún estado miembro de la Unión Europea avalaría una declaración unilateral de independencia de Cataluña, con la consiguiente creación de la tantas veces anunciada República Catalana.

Nadie parece recordar ya, entre los creyentes en este tan convulso proceso de construcción nacional, que el mismo Puigdemont reconoció en mensajes privados al exconsejero Toni Comín que habían “fracasado”. O que la también exconsejera Clara Ponsatí afirmara en público, y también sin sonrojarse, que en realidad “habían jugado al póker” y además “lo habían hecho de farol”. Claro está que ahora, a lo que parece y según lo anunciado por el actual consejero de Política Digital y Administración Pública, el nuevo objetivo independentista es “la creación de una República digital”, sin que nadie sepa por ahora qué cosa es o será este invento.

Solo se me ocurre una explicación, no sé si poco o mucho racional, pero que me ayuda a entender lo que sucede desde hace algunos, ya demasiados años en Cataluña. Y la explicación está en el poder político de la ratafía, un licor tradicional y muy popular en algunas comarcas catalanas, ahora divulgado y promocionado por Quim Torra y Carles Puigdemont en repetidas ocasiones. Este licor, elaborado con la maceración, en un aguardiente u otro alcohol de base, de frutos, hierbas y especias, parece tener propiedades milagrosas, al menos por sus efectos políticos

Será tal vez porque, según afirman los expertos, la ratafia debe su nombre a la expresión latina “rata fiat”, que traducida viene a ser “así sea”. Es decir, “amén”.