Hasta hace poco, cuando se moría alguien, comprábamos unos crisantemos a las vendedoras ambulantes de lágrimas y, al concluir el cura los hisopazos y el descanse en paz, colocabas tu dolor floral en la lápida, te sonabas los recuerdos en un pañuelo afligido y te marchabas de allí como si te hubieran echado pimienta en los ojos.

De un tiempo a esta parte, sin embargo, algunos cementerios acogen una figura que ya casi solo se podía encontrar en el Entierro en Ornans, de Courbet, o en el planto de Pleberio al final de la Celestina: la plañidera. Esa mujer que salía de su casa vestida de murciélago y lloraba después a moco tendido por un señor que ni siquiera era pariente remoto, soltaba aullidos de luna llena, se rasgaba las vestiduras, y al final te cobraba por la faringitis, el vestido hecho trizas y la performance, claro. Alguna apasionada de Stanislavski hubo que se tomó tan en serio su papel, y con tanta fuerza se agarró al ataúd, que sus huesos fueron a dar con los del muerto a la tumba. La anécdota —se non è vero, è ben trovato— la cuentan en tierras de Granadilla, en la provincia de Cáceres.

La Iglesia siempre miró con prevención a estas mujeres. San Juan Crisóstomo, por ejemplo, se encolerizaba contra los cristianos que contrataban a plañide­ras para atizar el duelo en vez de rebajarlo leyendo las epístolas de san Pablo. En aquellos estriptis de dolor, en aquellos aspavientos como de fin del mundo, los teólogos distinguían más una costumbre bárbara que otra cosa. De manera que acabaron prohibiendo acudir a las endechaderas, como también eran conocidas las lloronas, a los funerales. Según ellos, multiplicaban la angustia de los deudos con sus llantos; distraían al cura con sus voces, que equivocaba los latines del oficio de difuntos con los de Pascua florida; aterrorizaban a los niños; perturbaban el éxtasis de los santos en los cuadros y, en fin, todo aquello, más que un entierro católico, parecía un concierto de death metal.

En México, unas lágrimas del tamaño de sandías te pueden ayudar a llegar a fin de mes

A pesar de las prohibiciones, algunas lloratrices sobrevivieron espolvoreadas por Galicia, Extremadura, Canarias y el Congreso de los Diputados. Y tan abundantes fueron en algunos sitios, que Garrovillas de Alconétar, en Cáceres, es conocido como el «pueblo de los llorones».

Hoy, se celebran incluso concursos. Unas lágrimas del tamaño de sandías te pueden ayudar a llegar a fin de mes. Es lo que piensan las mujeres que se presentan al certamen nacional de San Juan del Río, en México. Las concursantes deben llorar retóricamente durante un minuto al muerto que les asigna el jurado. Si acaba hipando hasta el técnico de sonido, entonces todo el mundo aplaude y la ganadora se lleva transformada la llantina en 4.000 pesos (algo más de 180 euros).

Llorar es el oficio más viejo del mundo. Un Banksy egipcio del siglo XIV a. C. grafiteó, en la tumba del visir Ramose, unas plañideras que dirigen jipíos con las manos al cielo de Horus. Estas profesionales del llanto transmigraron después a la Biblia y a la cultura grecolatina. No se quedaron en la cuenca mediterránea, sin embargo. Las vemos en la Inglaterra del five o’clock tea. El dolor que causaba la muerte se medía en centímetros cúbicos de lágrimas, que los ingleses de monóculo y bombín guardaban flemáticamente en un lacrimatorio, como ya hacían los romanos. El tarrito se tapaba con un pomo que permitía la evaporación de las lágrimas, y el luto concluía cuando el bote quedaba más seco que la mojama.

No hay muerto que no haya sido una ilustrísima, excelentísima, reverendísima y esdrujulísima persona

El antropólogo Edgar Morin no supo decirnos si los hombres primitivos enterraban a sus muertos y les ponían después piedras encima para que no los devorasen las bestias o para que no regresaran a este mundo. Nuestras lápidas actuales son aquellas piedras silvestres, solo que bastante más caras. La misma duda de Morin con los enterramientos la tengo yo con las plañideras. No sé si se rasgan las vestiduras, se mesan los cabellos y se cubren de ceniza para conducir el alma del difunto al más allá cuanto antes, o si hacen todo esto para ahuyentarlo de la herencia que acaba de dejar. La función del elogio fúnebre es igualmente equívoca. Siempre se miente al recitar el currículum moral del finado. No hay muerto, en efecto, que no haya sido una ilustrísima, excelentísima, reverendísima y esdrujulísima persona. A ver si el malaje se nos va a enfurecer y vuelve para amargarnos la poca vida que nos dejó.

En fin, hoy que la familia está repartida en varios programas de Españoles en el mundo; hoy que los amigos solo son una línea de wasap; hoy que el recuerdo de una vida vale menos que un Big Mac, hay una empresa española de plañideras que nos ofrece un fervoroso disgusto, un disgusto premium, un disgusto como Dios manda, el día de nuestra muerte. Propone tres modalidades. Desde lagrimeos discretitos, como de alergia a las gramíneas, a un duelo mejor que los que sacaba Esquilo en Las coéforas: alaridos, golpes, mechones alopécicos en las manos, arañazos melodiosos en las mejillas y un cántaro tintineante de lágrimas. O sea, todo un snuff movie. Esta empresa acude también a “eventos de duelo público”, y para ello invita a pedir presupuesto sin compromiso. Voy a ver cuánto me cobran por contratar tres o cuatro plañideras de las buenas, de esas de lágrima abundosa y temperamental, y me las llevo a la Puerta del Sol para que griten y lloren ahí durante semanas por esta España acéfala. Que los políticos nos tratan peor que algunos de sus funcionarios, rellene este impreso y póngase otra vez en la cola. Que manda lágrimas como huevos que estemos todavía sin gobierno, con el nalgatorio al aire y el alma en funciones.