España está dejando de ser católica. La noticia, publicada ayer, no es sorprendente. Nuestro catolicismo, en general, ha sido —y es— epidérmico, gestual, fachendoso, más apegado a una mitología de vermú dominguero, mantilla semanasantera y fervorosas blasfemias que orientado al cultivo o a la perfección de las interioridades. Hasta no hace mucho, el catolicismo de nuestros señoritos se cifraba en tocarles el culo a las criadas con una mano y en sostener el Kempis con la otra. El catolicismo nuestro ha sido, y es, repito, una convención social más, lo mismo que almorzar en Lhardy, aplastar un estornudo en el pañuelo o ceder el asiento a un anciano en el autobús. Para ganar el cielo, nos basta con creer sin mucha reflexión en los dogmas de la Santa Madre Iglesia, acudir a misa y poco más.

Un catolicismo sonámbulo, en fin, que poco tiene que ver con el mensaje de Jesús de Nazaret, aquel Buda galileo corregido por Eurípides que vino a enseñarnos que Dios no nos observa desde un triángulo neolítico y celestial, sino desde las lágrimas terrenales de quien sufre, y para que no nos olvidáramos acuñó un puñado de eslóganes que han sido trending topic durante dos mil años y que a muchos han salvado del peor de los infiernos, el de lo cotidiano.

Jesús acuñó un puñado de eslóganes que han sido trending topic durante dos mil años y que a muchos han salvado

Pero algo debió de salir mal a pesar de todo, porque, como ya advirtió a principios del siglo XX el teólogo Alfred Loisy, “Jesús anunció el reino de Dios y vino la Iglesia”. Y con ella, claro, el paganicidio, y el llanto de los últimos discípulos de Platón, y la falsificación interesada de ciertos versículos de los evangelios, y las Cruzadas, y el comercio de esclavos, y el desprecio urbi et orbi a la mujer (“saco de excrementos”, la definió el obispo medieval Odón), y la superstición, y las colonizaciones fanáticas, y el secuestro de las conciencias, y Pío XII canonizando los tanques de Hitler, y la doble o triple o cuádruple moral, y otros cien amenos etcéteras.

Luego, en los años setenta, poco después del concilio Vaticano II, nuestros curas sustituyeron el vino de consagrar por la cocacola, presumiendo que, si sabían adaptar los motetes de Palestrina al ritmo de los Rolling Stones y convertían a Jesús de Nazaret en un cantante pop, los jóvenes no abandonarían las iglesias. El resultado, a mi juicio, fue catastrófico. Se prescindió del latín en la liturgia, que nadie entendía y por eso mismo sugería el misterio que se celebraba; las beatas con posibles suplieron el perfume cremoso del incienso por el presumido de Chanel número 5 y, en fin, el gregoriano, ese logro de esculpir ángeles con música, tuvo que refugiarse en el monasterio de Silos. Las catedrales, y con ellas toda la formidable estética religiosa que facilitó las conversiones de Huysmans o de Paul Claudel al catolicismo, se transformaron en invernaderos para turistas; las bodas, en un pase de modelos y las iglesias de barrio, en discográficas de Simon & Garfunkel. Y, hoy, ni siquiera eso.

El catolicismo no se salva ya ni con la estética, porque hace tiempo que renunció a ella

Actualmente, una misa católica —exceptuando la del rito mozárabe en Toledo, que es la editio princeps de la liturgia hispana— es de una fealdad y tristeza que aturden. El catolicismo no se salva ya ni con la estética, porque hace tiempo que renunció a ella, y no olvidemos que lo mejor de los evangelios es, ante todo, poesía. Piénsese, por ejemplo, en las parábolas o en las bienaventuranzas. Pero a la Iglesia le interesa más la prosa del mundo: bendecir a los mercaderes del templo de Wall Street, amparar en suelo sagrado al cadáver de un dictador, aliarse con los nacionalismos, no limpiar su casa de sectas como el Opus Dei y por ahí seguido. Eso sí, ponen el grito teológico en el cielo si Scorsese saca una película del Galileo que no se ajusta a la ortodoxia eclesiástica. Y miran con suspicacia a los estudiosos que sostienen que el Jesús histórico fue un filósofo cínico (John D. Crossan), un mago (Morton Smith), un hasid o judío piadoso (Geza Vermes), un profeta escatológico (E. P. Sanders), un carismático espiritual (M. J. Borg), un judío marginal (John P. Meier) o un reformador social (G. Theissen), por citar unos ejemplos.

Todo esto, unido al hecho de que el burgués prefiere distraer las mañanas verdes de domingo jugando al golf y la Iglesia persiste en anatematizar el divorcio, el aborto, el matrimonio homosexual, etc. y no acaba de sofocar las oscuras hogueras de la pederastia en cientos de sacerdotes, ni de bajar a Jesús del madero donde lo colgaron hace dos milenios para entregárselo a los pobres, todo esto hace, ya digo, que las iglesias se despueblen. Somos muchos, por lo demás, los que seguimos sin entender, como Borges, de qué nos sirve que Jesucristo haya sufrido si nosotros seguimos sufriendo ahora. Así que, señores obispos de la Conferencia Episcopal, no es laicismo ni ateísmo lo que impera en España. Es, simplemente, indiferencia. Y hartazgo.