Uno de los tópicos de la derecha, de la extrema y también de la aparentemente centrada, es la denuncia sistemática de eso que ellos denominan el “consenso progre”. Se trata de poner en cuestión de forma sistemática, frontal y directa, algunos de los elementos que conforman las bases de un modelo de sociedad que no comparten y contra el que han puesto en marcha una especie de cruzada, digna de mejor causa. Algunos de sus más conspicuos portavoces han afirmado sin empacho alguno que la Constitución es expresión de ese consenso tan denigrado, viniendo a confirmar que el pacto constitucional ya no es aceptado, justamente porque las condiciones de 1978 condujeron a que la derecha aceptara unos equilibrios que no convienen hoy a sus intereses. Un buen ejemplo de ello lo tenemos con el artículo 27 relativo al derecho a la educación, sobre el cual los sectores conservadores, de la mano de la iglesia católica, permanentemente están intentando aprobar una legislación que de facto corrija lo que a su juicio fueron cesiones inaceptables en la configuración de la educación como un gran servicio público que se presta en régimen de titularidad pública o privada con financiación pública.

Pero quizá lo que resulta más relevante de la crítica sobre el consenso progre es su radical incompatibilidad con el modelo político de democracia liberal y representativa, en la medida que ésta se asienta en un principio básico cual es el del respeto a las posiciones discrepantes: no hay democracia si no hay elección por sufragio universal, libre, directo y secreto, sin duda, y no hay tal si por vía de iure o de hecho se prohíben o eliminan opciones legítimas entre las que producir la elección. Todo ello viene a significar que tan importante como el respeto a la regla de la mayoría es el respeto a la minoría. Cuando se propugna la ilegalización de partidos políticos, cuando se criminaliza al adversario político, cuando se utiliza el insulto de forma recurrente para descalificar al discrepante, cuando se niega legitimidad a un gobierno porque no nos gusta, cuando se niega el derecho a la información a medios no amistosos, o cuando se pretenden negar derechos civiles y sociales a amplios sectores de la ciudadanía, lo que se está haciendo pura y sencillamente es negar las bases mismas del sistema político democrático europeo que es la democracia liberal. Es ese sistema político el que inspiró la Constitución de 1978, el Estatuto de Autonomía para Andalucía y el estado de las autonomías.

A raíz de la invasión de Ucrania y la guerra que ha desatado Putin, estamos asistiendo a la configuración de un nuevo orden mundial, que inevitablemente responderá a una lógica distinta a la de la guerra fría. Mientras que en los años cincuenta del siglo pasado solo existían dos bloques basados en el equilibrio del temor a las armas nucleares, los EEUU y la URSS, a uno de los cuales tenían que adherirse el resto de países de forma más o menos sutil, en el inmediato futuro se intuyen alineamientos más flexibles -no se esperan países satélites de otros- con varios centros de poder en torno a EEUU, China y la UE, y algunos países con gran potencial económico y comercial, como Japón, India o Brasil, todo ello sujeto a la evolución que vivan unos y otros en los próximos meses. Lo que en todo caso sí se observa es que por encima de esos alineamientos va a existir una línea divisoria transversal que nos obligará a tomar partido más pronto que tarde: la que diferencia a las sociedades abiertas, democráticas, con libertades y derechos civiles, frente a las sociedades autoritarias, con gobiernos autocráticos legitimados por alguna forma de violencia más o menos explícita, sin libertades de expresión e información, con minorías discriminadas por el poder político. No hay medias tintas ni terceras vías en esta cuestión: democracia no hay más que una, la representativa, y quienes defienden una supuesta democracia iliberal están,  de manera más o menos consciente, no tan solo incurriendo en una contradicción en los términos, sino también defendiendo un modelo autocrático de sociedad.

La crisis de Ucrania pone de manifiesto que, a pesar de las dificultades y lentitud para llegar a la adopción de acuerdos cuando la situación lo requiere por su gravedad o importancia, la Unión Europea está confirmando una vez más que es el espacio con el mayor ajustado equilibrio entre progreso económico y cohesión social, entre libertades y seguridad, todo ello merced a un modelo político, económico y social que es polo incuestionable de atracción para millones de seres humanos del planeta, y que ha sido decisivo en el caso de España y Andalucía para el progreso y modernización de nuestra economía y el innegable avance en bienestar que ha experimentado nuestra sociedad en pocos años. Ese modelo europeo es el que quieren destruir aquellos que critican el consenso progre, que nadie se llame a engaño. Avisados estamos.

(*) Manuel Gracia Navarro ha sido presidente del Parlamento de Andalucía y consejero del Gobierno autonómico.