Personas que son capaces de bloquear una calle aparcando en tercera fila para no tener que andar unas decenas de metros, pedir una pizza por el móvil para que la traiga un mensajero desde la esquina de tres manzanas más allá, dejar la bolsa de basura junto al contenedor para no levantar la tapa, comprar prendas on line aunque tengan que devolverlas una y otra vez. Son ejemplos de la comodidad que se ha instalado en nuestras vidas de la mano de la digitalización y la robotización de innumerables tareas cotidianas.

Pero este confort tiene un precio muy elevado para nuestra salud personal y comunitaria: sedentarismo, obesidad, soledad y aislamiento, incremento de enfermedades mentales como la depresión en edades tempranas, etcétera y un coste económico y ecológico que se traduce en despilfarro de recursos y más contaminación ambiental.

La saturación de dispositivos electrónicos y pantallas que nos chupan la atención convierte a una mayoría de la población en una masa conformista y predispuesta al consumo de tonterías, pamplinas y basura audiovisual sin límites. Distraídos como estamos por series sin fin, publicidad intrusiva sin control y una creciente manipulación informativa a través de las redes sociales, el espíritu crítico y el compromiso social y político se desvanecen y dejan un desierto ético donde no crece nada positivo.

Esto es lo que ha puesto negro sobre blanco el italiano Stefano Boni, que enseña antropología cultural y política en la Universidad de Módena, en su libro Homo Confort. Le prix à payer d’une vie sans efforts ni contraintes (Homo Confort. El precio a pagar de una vida sin esfuerzos ni restricciones), publicado en francés la pasada primavera y sin versión española todavía.

Cuando la llamada al ahorro energético se interpreta como un atropello a nuestro individualismo egoísta, algunos deberían chequear su equilibrio mental y plantearse una terapia, que les capacite para un diálogo más empático con el prójimo y, especialmente, con los que no piensan de la misma manera.

El capitalismo y su criatura más querida: la llamada sociedad de consumo nos han hecho creer que el crecimiento no tenía límites y ahora que descubrimos que el destrozo de la naturaleza y el calentamiento global no son reversibles, miramos al cielo en el vano intento de echarle la culpa al azar cósmico del desastre que hemos creado.