La pasada semana asistimos -quien hay tenido la paciencia de hacerlo- a la no investidura del presidente de gobierno. Un circo de tres pistas en el que se proyectaba una película cuyo final conocía todo el mundo sin necesidad de que nadie hubiera hecho spoiler. Era la crónica de un fracaso anunciado, por más que sus protagonistas intenten venderlo como otra cosa. Porque, más allá de valoraciones, cuando se realiza un acto con una finalidad y esa finalidad no se cumple, no puede llamarse de otro modo que fracaso. Y la investidura, como tal, ha fracasado.

Ya he dicho otras veces que ni puedo ni quiero hablar de política, aunque lo difícil sería discernir qué es en realidad política. Pero no emitir opiniones políticas no significa no opinar sobre eventos políticos, y ahí es donde voy. A reflexionar sobre espectáculos como el que se desarrolló ante nuestros ojos esta misma semana. Y a reflexionar, de paso, sobre lo que nos espera, porque la cosa no ha hecho más que empezar.

En realidad, la política nos debería interesar a todo el mundo. Todavía recuerdo a mis padres, en los 70, siguiendo con entusiasmo las noticias de política y yendo a votar con la emoción de quien jamás ha tenido la oportunidad de hacerlo. En este sentido, no sé si cualquier tiempo pasado fue mejor, pero al menos sí lo parece.

Si acudimos al concepto de política que da la RAE, podemos encontrar alguna sorpresa. Además de definirla como la “actividad de quienes rigen o aspiran a regir los asuntos públicos”, incluye una acepción que deben ignorar. Política es también “cortesía y buen modo de comportarse”. Y de eso, la verdad, bien poquito. Porque la cortesía y algunas actitudes que vemos en las cámaras se parecen entre sí como un huevo a una castaña.

Pero, además de esos momentos de descortesía, cuando no directamente mala educación, con abucheos incluidos, me pregunto para qué sirve todo esto. Cada político hablaba para su parroquia, y, además, en contra del vecino. Dudo que una sola persona haya cambiado de opinión después de este maratón de discursos, que destinaban más tiempo a desacreditar al contrario que a exponer iniciativas. Más allá, por supuesto, del convencimiento del malgasto de tiempo y dinero.

“Política”, etimológicamente, nos conduce a la “cosa pública”. Y nada más lejos de la opinión pública que los políticos. No olvidemos que, en las encuestas, ninguno -o casi ninguno- de los líderes llega a lo que en términos académico sería un aprobado. Y eso debería hacerles pensar. Porque el cliente siempre tiene razón. Y aquí la clientela somos toda la ciudadanía.