Un siglo se cumple de que viera su primera luz una fuerza de la naturaleza, encauzada en un temperamento artístico inimitable, conocida como Lola Flores, “La Faraona”. María Dolores Flores Ruiz, nace el 21 de enero de 1923 en Jerez de la Frontera, Cádiz, en el barrio gitano de más tronío de la ciudad como es el de San Miguel. Todo podría haberla hecha descarrilar en la vida: el momento en el que nace y en el que vive su niñez y la adolescencia, mujer, y “cuarterona”, término despectivo usado entre los gitanos para designar a una persona que nos es gitana por padre y madre, sino sólo por parte de uno de sus progenitores.  

Sin embargo Lola, dotada de fuerte carácter y gran talento, censurada hasta límites insospechados y elogiada y defendida por legiones de seguidores, supo abrirse camino a fuerza de trabajo y arte.  Lo que es indudable es que Lola era un animal escénico con una capacidad de emocionar como pocos artistas. Lola, segunda de tres hermanos, Manolo y Carmen, sabe de años oscuros de miserias como fueron los años de la guerra y los que vinieron después, en aquel establecimiento de bebidas – La Taberna del Pavo Real – que regentaba su padre, Pedro Flores, en Jerez, y cuando ella cuenta sólo con dos años, buscando mejor estrella, se trasladan a Sevilla, por eso Lola amaba tanto a la ciudad del Guadalquivir. Asiste a la academia del Maestro Realito, donde memorizaba los pasos enseñados, para después bailar a su aire. Su verdadero descubridor fue el bodeguero Manuel Becerra, en una fiesta que se celebró en su casa. El arte de Lolita de Jerez, que así comenzó a llamarse artísticamente, empieza a manifestarse ya acrecentar su fama al tiempo que inicia sus actuaciones en tablaos y tabernas acompañada por el guitarrista jerezano Sebastián Núñez.

Su ídolo era Pastora Imperio, por lo que en un principio pensó llamarse, artísticamente, “Imperio de Jerez”, pero finalmente prevaleció el nombre de pila que comenzaba a ir de boca en boca por la gracia y temperamento de aquella muchacha. Por estos años, el director de cine Fernando Mignoni buscaba una muchacha de aspecto agitanado para su película Martingala, que se estrenaría en 1940. Lolita que aún llevaba calcetines, le recitó Morena Clara y la contrataron. Es entonces cuando conoce al Maestro Manuel López-Quiroga, que le gestiona un contrato con el director artístico Juan Carcellé, razón por la que padre de Lola lo vende todo y se trasladan a Madrid, a un pisito de la calle Juan Bravo. Son los años difíciles de la posguerra, años de hambre y miseria. La familia lo sufre en sus carnes, pero el valor de Lola, su arrojo, su arte, lo superará todo, y conseguirá sacar a toda su familia adelante. En Jerez conoce a Manolo Caracol, que actuaba en el Teatro Villamarta, y a sus doce años le pide al genial cantaor que le dejase actuar, aunque fuera gratis. Caracol accede a su ruego y Lola canta junto a Rafael Ortega y Custodia Romero. Va empezando ya a conocer la fama gracias a haber introducido en su repertorio el popularísimo número del maestro Monreal: El Lerele y, de nuevo en Madrid, en 1942, acompañada de su madre, interviniendo en el Teatro Fontalba, dirigido por Dionisio Caro, en el espectáculo de Quintero, León y Quiroga, Cabalgata, encabezado por Mari Paz, la malograda artista fallecida en plena juventud, a los veintidós años que estrenó la copla “las cosas del querer”.

A pesar de intervenir en el Fontalba como telonera, fue calurosamente elogiada por el crítico Alfredo Marquerí, siendo también descubierta por aquel infatigable reportero Tebib Arrumi, que, tras elogiar la negrura de su pelo, como en el verso de Manuel Machado, escribió una interesante crítica en el diario madrileño Informaciones, que a Lola gusta de enseñar a sus amigos: “Le bailan las Manos -decía Arrumi-, su pelo –azul de puro negro-, le baila hasta el respiro, que sirve de acicate a su cuerpo, inverosímilmente bello, creado para el baile....”. Tras triunfar en el Teatro Fontalba, se le abrieron las puertas del éxito ya que, los autores del espectáculo, la tripleta Quintero, León y Quiroga, le darían ya algunas primicias y grandes canciones. Este mismo año de 1942, en que las tropas aliadas desembarcaban en África del Norte, surge en el firmamento estelar una pareja indiscutible, que alcanzaría las más altas cotas del estrellato: Lola Flores y Manolo Caracol. En 1943, el empresario Adolfo Arezana les monta el espectáculo Zambra, que se reponía, sucediendo, según los años: Zambra desde 1943 hasta Zambra en 1946, siendo Lola la primera artista, junto a la insuperable figura del cante jondo, Manolo Caracol. En 1946, en plena popularidad, protagoniza la pareja la película Embrujo, con Carlos Serrano de Osma.

Seis años duró la popular pareja cuya química era innegable, lo cual resultaba explosivo en el escenario y fuera de él, hasta dar al traste con su fructífera relación. De su compañero dijo Lola: “Fue el hombre de mi vida, al que más quise, y yo no le estropeé su casa ni le estropeé nada: él tenía a sus hijos por encima de todo y en su casa, gloria bendita que fuera, nunca le faltaba. Yo era una niña para él, pues me llevaba veinte años”. Lola es contratada entonces como estrella de primera magnitud y reclamo por Cesáreo González en el Museo de Bebidas de Perico Chicote, entonces la élite de Madrid, por donde pasaban todas las grandes estrellas del cine nacional e internacional como Ava Gadner, Orson Welles, Mario Cabré, entre otros. El éxito de Lola en América, musical y cinematográficamente es arrollador. Lola, por otra parte, se ha atrevido siempre a cantar y bailar todo tipo de canciones, siempre llevados a su temperamental terreno, y con el título “Para todos los gustos”, grabó un disco donde, bajo la dirección de la gran orquesta del profesor Manuel Matos, interpreta una serie de títulos tan sugestivos y apasionantes, como Angelitos negros, de Andrés Eloy Blanco y Maciste, que inmortalizara el inolvidable Antonio Machín. Lola, que realizó más de treinta viajes a América, pasando el charco, como ella solía decir, fue por primera vez a Méjico en 1956, donde hizo popular entre otras canciones María Bonita, escrita especialmente para ella por el gran compositor Agustín Lara, y la zambra, ¡Ay pena, penita, pena!, de Quintero; León y Quiroga, que ya había popularizado la película del mismo título, aunque se escribió, irónicamente, para la hija de manolo caracol, para Luisa Ortega. Siempre libre, aunque entregada su familia, desde que contrae matrimonio con Antonio González “El Pescaílla”, el rey de la rumba catalana, se convierte en la cabeza visible de una saga inigualable de talento artístico y creativo repartido en todos sus hijos.

Lola, por encima de “La faraona”, apodo mexicano que ya asumió, como describe magistralmente el periodista Ignacio García Garzón sobre la artista, era una fuerza de la naturaleza y como tal, se reflejaba en cada una de las facetas de su vida, siempre única. He leído hasta la estomagante saciedad la tan traída y llevada frase “ni canta, ni baila, pero no se la pierdan”. Lola bailaba, cantaba, coreografiaba, diseñaba, interpretaba, recitaba como muy pocos y sin sus pretensiones. Inigualable. Pocas veces se ha recitado mejor a Lorca o a Alberti. Vivió hasta sus últimas consecuencias y admiró, respetó y se descubrió ante el talento ajeno porque el suyo era, y sigue siendo inimitable. Tras muchos años de luchar contra un terrible cáncer, falleció el 16 de mayo de 1995 en Madrid, a cuyo funeral acudió una ingente cantidad de personas anónimas a presentarle sus respetos y afectos. Consagraría así la leyenda de una mujer, artista sin disciplinas por su genialidad, flamenca, hecha a fuerza de talento, tesón y esfuerzo; copla viva ella misma, ejemplo de un género racial y hondo, hermoso y lleno de matices como ella misma, que encarnó algunos de los temas más importantes y representativos de la copla, del flamenco, del jazz, incluso, adelantándose al rap y al trap. Un icono de modernidad cuando la modernidad en este país no estaba, ni se la esperaba, leal a sí misma y a los suyos, y por eso sigue siendo moderna y estando viva hoy.