La semana pasada, al tiempo que se celebraban buenos datos macroeconómicos para nuestro país, se volvía a conocer el aumento de la tasa de pobreza infantil. Datos como éste dan una idea del elevado riesgo que corre el presidente del gobierno de perder credibilidad en su discurso del compromiso con la política social, si se focaliza en los buenos datos y no toma decisiones profundas para mejorar las condiciones de la vida de la gente común.
Hay muchos campos en los que quedan tareas pendientes para trasladar la buena marcha de la economía a la vida cotidiana. En el caso de la pobreza infantil, no se puede decir que no se hayan adoptado decisiones con la voluntad de erradicarla, pero siguen siendo insuficientes o inapropiadas. No me queda duda de que la parte de la coalición del gobierno progresista que tiene encomendada estas competencias, comparte con todas las organizaciones no gubernamentales que trabajan con la infancia que hay que cambiar el enfoque para que las políticas en esta materia sean más efectivas.
Entonces, ¿dónde está el problema? Yo no tengo duda que el centro de la dificultad también está en el gobierno progresista, esta vez en la parte de la coalición que arrastra complejos y concepciones de las políticas públicas propias de los años 80, y un miedo patológico a defender un cambio de enfoque al que le sobran las evidencias de éxito.
El eje central de lo que el PSOE no termina de asumir como propuesta imprescindible para garantizar los derechos sociales es la universalización, es un debate recurrente con argumentos en contra bastante pobres; si se aplican políticas públicas universales los más ricos también se beneficiarán de ellas…. ¿y? ¿Acaso cuando vino la crisis económica se propuso para reducir costes retirar el derecho a la salud o al a educación a los más ricos? Obviamente no, porque tenemos asumido que la salud y la educación es un derecho fundamental, y queda en decisión de los ricos usar los servicios públicos o acudir al mercado para pagar por ellos.
La dificultad de asimilar la universalización de los comedores escolares gratuitos, o la universalización de las rentas por hijos a cargo, es que la mayor parte de la gente no piensa en estas políticas públicas como derechos fundamentales de los niños y niñas, sino como en dinero que se da a las familias por tener hijos, y este pensamiento es general, porque seguimos culturalmente pensando que los niños y niñas son propiedad de sus padres, pero hace ya muchas décadas que las sociedades avanzadas reconocen a la infancia como sujetos de derecho, y por tanto, las políticas de la infancia deben orientarse así, en sus derechos. ¿Qué mejor manera que acabar con la pobreza infantil que garantizar al menos dos comidas sanas al día en el lugar donde está toda la infancia: los colegios? ¿Qué mejor manera de acabar con la falta de acceso a bienes básicos como ropa, libros, juguetes o energía de la infancia que garantizar un ingreso mensual en sus familias suficiente para cubrir estos gastos?
Y aquí viene el segundo pensamiento generalizado por el que, incluso partidos progresistas como el PSOE, no se atreven a cambiar el enfoque de estas políticas públicas; la sospecha generalizada sobre los pobres, tanto es así, que la máxima apuesta por reducir los datos de pobreza, el impuesto mínimo vital, está formulado como una gimkana burocrática que implica que una mayoría de quienes la necesitan nunca llegan a cobrarla, una sospecha que explota con mucho éxito la derecha cuando se opone a lo que llaman “las paguitas”. Esta concepción es normal en un pensamiento conservador convencido de que la gente es rica o pobre por naturaleza y que el estado no debe intervenir para modificar esta realidad, pero siempre me ha resultado incomprensible en el campo de quienes aspiramos a un modelo social que haga materialmente posible el ejercicio de los derechos constitucionalmente reconocidos.
Además de los argumentos de tipo ideológico que deberían llevar al PSOE a revisar sus posiciones en estas políticas, también hay una cuestión económica; invertir en reducir la desigualdad, erradicar la pobreza infantil y mejorar la alimentación de la población escolar tiene un impacto económicamente muy positivo en los gastos sanitarios y en las potencialidades de un país que no deje nadie atrás.
La universalización de las políticas públicas es lo que diferencia la caridad o los privilegios, de los derechos. En materia de políticas de infancia está más que estudiado la fórmula, bastaría por empezar por universalizar comedores escolares gratuitos y las rentas por hijo a cargo desvinculándolas de la declaración de la renta. Es urgente ponerse a ello, la mitad del gobierno ya lo tiene claro.