Recuerdo muy bien cómo en la escuela, cuando era una niña, a través del adoctrinamiento religioso sempiterno que se traen en la Enseñanza española, me contaban que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza  (visto cómo es la especie humana, o no era tan bueno como dicen o la creación le salió muy mal), y después creó a los animales y a las plantas para uso y disfrute del hombre; y me contaban que los animales no sentían, que eran seres que no importaban, que habían sido creados para satisfacer al ser humano. Aquello realmente me chirriaba; yo tenía gatos y perros, e intuía con mucha claridad la falsedad de esas afirmaciones, porque yo percibía muy bien que los animales sentían, como nosotros, y se comunicaban, aunque con otro lenguaje al nuestro, y tenían emociones, sentimientos y afectos; me daba cuenta muy bien de que cada uno de los animales era, como cada uno de los humanos, un pequeño universo en sí mismo.

Eso que nos contaban puede parecer ser un mito inofensivo, aunque sea absurdo y falaz; sin embargo, supone muchas más consecuencias, terribles consecuencias, de lo que podemos imaginar. Con esa simple idea nos están narrando el mundo a imagen y semejanza, no de ningún dios, sino de organizaciones y grupos humanos que con ese antropocentrismo se conceden carta blanca para usar, abusar, matar y comerciar con los seres vivos que no pertenecen a nuestra especie, la humana, y justifican ideológicamente con él el maltrato, la crueldad, la tortura y el terrible dolor que causamos, muchas veces sin ningún motivo, en ellos; en pocas palabras, se autoatribuyen el poder de saquear el planeta junto a los seres que le habitan. Y es ese antropocentrismo el que determina que sólo se considere moralmente condenable el mal infligido contra un ser humano y no contra el resto de seres vivos o contra la naturaleza, de la que todos dependemos.

Ya no estamos en tiempos de analfabetismo generalizado, y esas ideas absurdas y manipuladoras se desmoronan en su propia falsedad. En primer lugar, no existe ninguna creación, nada ni nadie creó nada. Todos los animales, incluidos los humanos, somos primos hermanos y consecuencia de una evolución a través de una serie de cambios graduales que se han ido produciendo a lo largo de millones de años a partir de antecesores comunes. El mito de la creación es tan absurdo que sólo se entiende por el adoctrinamiento y los aleccionamientos a los que nos someten desde la infancia; lo cual es un verdadero disparate y un atropello contra la ciencia y contra la inteligencia más elemental.

No sólo no es así, sino que dependemos absolutamente de ellos y de la naturaleza. Los humanos no somos superiores en nada, o sí, en predación. Ellos, los animales, no sólo no nos necesitan para nada, sino que, como decía Shopenhauer, los humanos hemos convertido este planeta en un infierno agónico para ellos. Es por eso que en la escuela debería ser obligatorio, por absolutamente necesario, el aprendizaje, no de mitos y supersticiones irracionales concebidas para anestesiar y dirigir de determinada manera la conciencia colectiva, sino el aprendizaje de ética natural, de respeto a la biodiversidad, de la importancia para la humanidad de la conservación de la naturaleza con el fin de promover una convivencia integradora, sana y de respeto entre todos los seres vivos.

Una injusticia contra un solo individuo supone una amenaza para todos, decía el gran Montesquieu; en el caso de la vida natural es más que evidente que así es porque todos dependemos de ella. Por tanto, existen crímenes que aún no se nombran como tal, en base a ese antropocentrismo que mencionaba. Existen crímenes que quizás sean los peores crímenes porque son crímenes que nos perjudican gravemente a todos, al planeta que nos sustenta. Son los biocidios. Son crímenes contra la vida.

El biocidio terrible que está sufriendo el Amazonas nos lleva a un desastre cuyas consecuencias pueden ser trágicas para el mundo entero. El fuego está devastando el llamado último pulmón del planeta junto a los miles de animales que se están quemando vivos junto a los bosques. Son más de 80.000 los focos activos que están devorando en estos mismos momentos la selva que proporciona más oxígeno al planeta. No es nada nuevo. Los intereses económicos de algunos hacen que nos lleguen todos los años noticias de su deforestación. Pero este año la gravedad se ha multiplicado por mil. Y la situación es ya mucho más que crítica. Sin la selva amazónica la degradación del planeta sería fulminante. Y la Ley, nacional e internacional, debería ser implacable contra tales hechos.

Esta catástrofe ambiental no es algo espontáneo ni gratuito, es la consecuencia directa del gobierno de Bolsonaro. Desde que llegó al poder, y guiado por los intereses comerciales y económicos, ha desmantelado en Brasil todas las organizaciones y agencias encargadas de la conservación de la Amazonia, ha mostrado claramente, como Trump y todos los neoliberales (recordemos al primo de Rajoy, lo siento, no se me olvida) su negación y rechazo a la prevención del cambio climático y ha recortado de manera tajante cualquier presupuesto destinado al cuidado medioambiental.

Bolsonaro es un peligro para el mundo. Como son un grave peligro para el mundo todas esas personas sin conciencia y sin empatía (técnicamente psicópatas o sociópatas, la mayoría encuadrados en que llamamos neoliberalismo) que llegan a la cima del poder para enriquecerse y saciar sus ansias de poder, y que no sólo no trabajan por el bien común sino que arrasan con él y devastan el mundo. Decía Ghandi que “hay suficiente riqueza en el mundo para cubrir las necesidades de todos los hombres, pero no para satisfacer la codicia de algunos de ellos”.

Coral Bravo es Doctora en Filología