La inteligencia generativa es la rama de la inteligencia artificial que tiene la capacidad de producir contenido original, propio, a partir de información y datos que le han sido suministrados previamente. El ejemplo más popular de esta tecnología es ChatGPT.

Goldman Sachs publicó, el pasado 26 de marzo, un informe en el que aseguraba que, si la inteligencia generativa cumple las expectativas, más de 300 millones de empleos podrían automatizarse. Es muy buena noticia, ya que, según el mismo informe, esta automatización aumentará nuestra riqueza y nuestro bienestar. Pero los gobiernos deben actuar rápido para que la prosperidad derivada del despliegue de la inteligencia generativa llegue a todos los ciudadanos, y no solamente a los socios y a los directivos de las corporaciones que utilicen esta tecnología.

El ingreso mínimo vital, en caso de sustitución integral de un puesto de trabajo; la reorientación de los programas formativos y universitarios hacia un modelo productivo diferente; o un programa fiscal adaptado a estos tiempos, con nuevas bonificaciones y gravámenes, son ejemplos de políticas públicas que deberían adoptar los gobiernos para evitar que esta transición incremente la precariedad o las desigualdades.

Por otro lado, la implantación de la inteligencia generativa suscita una serie de cuestiones que no deberíamos tardar en abordar. Como la clonación, el uso de células madre, la ingeniería genética o la propia bomba atómica, esta tecnología ha llegado antes de que hayamos podido tener un debate profundo sobre las aplicaciones que, desde un punto de vista ético, legal o político, consideraremos correctas o incorrectas.

La inteligencia generativa va a transformar nuestra sociedad para siempre, así que convendría que nos detuviéramos a reflexionar para qué queremos usar esta tecnología y para qué no. ¿Aceptaríamos vivir en una casa diseñada por un ordenador, sin intervención humana de ningún tipo? ¿Y que ChatGPT nos diagnosticara enfermedades o nos prescribiera tratamientos? ¿Nos gustaría que nos representara en un juicio o que fuera el encargado de dictar una sentencia a nuestro favor o en nuestra contra? ¿Querríamos que elaborara y aprobara nuestras leyes? Si en este momento la inteligencia generativa no es capaz de llevar a cabo estas tareas con plena fiabilidad y eficacia, no está lejos el día en que sí lo haga. Podríamos estar hablando de meses o pocos años.

Existe el riesgo de que generalicemos la utilización de la inteligencia generativa antes de que hayamos reflexionado sobre las ventajas y desventajas que tendría implantar esta tecnología en ámbitos concretos. Pero ¿sobre tenemos que reflexionar? A mí, a bote pronto, se me ocurren las siguientes cuestiones.

En primer lugar, debemos distinguir aquellos trabajos en los que queremos implantar la inteligencia generativa y aquellos que queremos mantener al margen de la automatización. En mi opinión, la tutela judicial y la actividad legislativa son ámbitos en los que, por su propia esencia constitutiva, deberían estar encomendados siempre a una persona. Entre los que consideremos adecuado automatizar, habrá que decidir si se automatizan completamente o solo una parte de ellos. Por ejemplo, en el caso de los abogados podría automatizarse el proceso de elaboración de una demanda, pero no la asistencia a un juicio. En el caso de los médicos, una inteligencia generativa, suficientemente entrenada, podría encargarse de diagnosticar enfermedades y el médico ocuparse de la prescripción de tratamientos. Entre los que decidamos no automatizar, habrá que tener también un debate acerca de si es conveniente que las personas a las que se le encomiende esa responsabilidad pueden hacer uso de la inteligencia generativa, o si se prohíbe su utilización en estos ámbitos. Siguiendo con el ejemplo de jueces y legisladores, ¿es ético que un diputado consulte motu proprio a una inteligencia generativa qué enmiendas debe presentar a un proyecto de ley? ¿O que un juez pregunte a ChatGPT cómo debería resolver un pleito concreto? Es posible que estas situaciones ya se estén produciendo y tenemos que pensar si nos parecen correctas o queremos evitarlas.

Otro tema que debemos considerar en frío es si vamos a poner en manos de corporaciones extranjeras nuestra producción y nuestros servicios. El entrenamiento de modelos de inteligencia generativa es caro y son pocas las empresas que se pueden hacer cargo de su desarrollo. Seguramente, suceda lo mismo que ha ocurrido con los servicios en la nube (cloud): cuatro o cinco proveedores de servicios, en su mayor parte americanos, proporcionarán soluciones en materia de inteligencia generativa adaptada a sectores específicos. Pero estos proveedores mantendrán en todo momento el control del algoritmo. Nuestro médico ya no será un licenciado en Medicina de Valladolid, Sevilla o Venezuela, residentes en España; sino una fórmula matemática cuya estructura y funcionamiento desconocerá el hospital que esté haciendo uso de ella. Esto hará que aumente nuestra dependencia a terceros países. Estaremos deslocalizando, no sólo el valor de nuestras empresas, sino nuestros servicios públicos más básicos.  

Por último, ¿quién asumirá la responsabilidad civil derivada de un accidente por un fallo en el algoritmo? ¿Será el prestador directo del servicio (la empresa) responsable de los perjuicios que eventualmente se produzcan, o lo será quien haya desarrollado el algoritmo? Esta cuestión es crítica. Con el Código civil en la mano, si un edificio cualquiera se viene abajo, los afectados pueden demandar al constructor, por la vía de la responsabilidad contractual, y al arquitecto, por la vía del daño extracontractual. ¿Qué ocurrirá en el momento en que los arquitectos utilicen la inteligencia generativa para elaborar los planos? Si la responsabilidad en el derrumbamiento de un edificio es imputable al algoritmo, ¿no deberían los afectados dirigir su demanda también contra la empresa que ha desarrollado esa inteligencia generativa? Estas cuestiones jurídicas deberían resolverse antes de que nuestras empresas empiecen a utilizar esta tecnología, y probablemente requieran de la firma de protocolos de Derecho internacional para que los jueces sepan la forma en que deben actuar en cada caso.