La amnistía es una exigencia para el restablecimiento de la normalidad en Cataluña que seguramente debía haberse acordado hace años para la tranquilidad de todos. Sin embargo, hasta hace poco, parecía un improbable metafísico por la negativa de los beneficiados por esta ley a ofrecer una contrapartida al conjunto de los catalanes agraviados por su proceso, un gesto que estuviera a la altura política e institucional de la magnitud del olvido que asume el estado.

La difícil coyuntura parlamentaria del gobierno del PSOE-Sumar ha convertido lo improbable en imprescindible y los dirigentes independentistas con sentencias o causas penales pendientes verán despejado su horizonte personal y político. Y automáticamente, el presidente Pedro Sánchez estabilizará algo más su mayoría en el Congreso. Los dos resultados son legítimos y seguramente satisfactorios para una gran mayoría, excepto las legiones de predicadores del desastre. Pero no hay operación política perfecta.

El ministro más feliz del gobierno, el de la Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes, cree que con la amnistía se abre “una nueva etapa para Cataluña”. Félix Bolaños lo argumenta porque considera esta ley orgánica como el motor de la recuperación de la convivencia en Cataluña gracias a la reconciliación entre los catalanes enfrentados desde hace siete años con mayor o menor acritud. El secretario general de Junts, Jordi Turull, no ha tardado ni media hora en situar las cosas en su lugar: “hemos cumplido”. Se entiende por cumplido, el pago adelantado de los votos de la investidura y los necesarios en futuras votaciones parlamentarias.

Esta ley histórica está marcada por la coyuntura política española en mayor medida que por las exigencias de la política catalana. Naturalmente, Carles Puigdemont i Oriol Junqueras y todos sus compañeros de aventura necesitaban la amnistía para rehacer sus vidas seriamente perjudicadas por su empecinamiento en no aceptar una correlación de fuerzas tanto en Cataluña como en España que permitían augurar el fracaso de su intento independentista. Luego su incompetencia los llevó al borde del abismo y de paso descreditaron gravemente la idea del independentismo. El estado y el gobierno del PP pusieron todo de su parte para convertir aquel error político en un desastre monumental mediante una serie infinita de desmanes y excesos que acabó por desprestigiar al propio estado. La ley pactada soluciona satisfactoriamente todo esto, especialmente porque reconoce que los dirigentes independentistas fueron víctimas de una injusticia.

Pero esto no fue todo. Además de independentistas afectados en su libertad y en su bolsillo y de un grupo numeroso de gobernantes, policías y jueces españoles desacreditados ante el mundo, hubo también miles de catalanes agraviados por las actitudes de una y otra parte. Por la arrogancia de buena parte del independentismo y por la deriva represiva del estado. El PSC acuñó la exigencia de la reconciliación entre catalanes como paso previo e imprescindible para la recuperación de la convivencia y ha obtenido desde entonces sendas victorias electorales. Ahora, aunque no ha conseguido convencer de la conveniencia de esta premisa a sus adversarios, apuesta por creer que la amnistía ayudará a conseguirlo.

ERC y Junts se han resistido a explicitar los errores cometidos por su parte (más allá de reconocer sus problemas entre ellos) y a implicarse en un proceso de reconciliación social y política en Cataluña. Los dirigentes independentistas y el gobierno de la Generalitat dan por saldada la cuenta con su acuerdo con Pedro Sánchez y han mantenido siempre que la amnistía no es el fin de nada, sino el paso previo para volver a intentarlo. Algunas voces, como la de Carles Puigdemont, precisan repetidamente que el proyecto para la proclamación de la república catalana no tiene porqué renunciar a la unilateralidad, una idea que quizás sobresalte a algún ministro.

La contrapartida de la amnistía reconocida por el independentismo oficial son los votos prestados en el congreso de los Diputados. La existencia innegable de una urgencia coyuntural por parte del PSOE hace perder algo de credibilidad al gesto trascendente del estado, al liberar a los partidos independentistas de explicitar un compromiso institucional y solemne para con la reconciliación. De hecho, cuando los mismos dirigentes amnistiados niegan la necesidad de reconciliación lo hacen desde el convencimiento de que el Procés no implicó ninguna división entre catalanes. Y es muy atrevido pensar que ahora, listos para volver a la política y a las elecciones, vayan a reconocerlo ante su desanimado electorado. Para la política catalana y la española, todo hace prever un punto y seguido.