Hace años, una querida amiga, Ana María, me contaba una anécdota muy peculiar y muy interesante sobre su abuela, Mercedes Pinto (1883-1976). Esta mujer fue una escritora, poeta, dramaturga canaria; una mujer muy sensible, de madre pianista y de padre literato, lo cual, en parte, explica esa sensibilidad; pero, por encima de todo, fue una gran activista por los derechos humanos, y especialmente por los derechos de las mujeres. Ella se divorció de su primer marido y, asentada en Madrid, gozó de una vida intelectual intensa, colaborando en diversos diarios y revistas, y entablando amistad con Unamuno, Ortega y Gasset o la escritora, periodista y activista Carmen de Burgos.

La anécdota fue, en realidad, algo que marcó la trayectoria de la escritora canaria para el resto de su vida, pero también puede considerarse un hecho histórico para las mujeres de este país. Se trata de una ponencia en 1923, en la Universidad Central de Madrid, titulada El divorcio como una medida higiénica. En ella exponía la necesidad del divorcio en cualquier sociedad civilizada, y denunciaba el atraso de las injustas leyes conyugales vigentes entonces en España, en plena dictadura de Primo de Rivera. Leyes de las que ella misma había sido víctima en un matrimonio del que tuvo que escapar para poder sobrevivir a nivel personal, mental y emocional, porque su marido era un perfecto representante de la ideología machista, violenta y opresora del patriarcado, avalada por todas las estructuras sociales y políticas de la época: la familia, la escuela, la religión y la justicia.

Tres días después de esta valiente ponencia, Mercedes fue requerida por Primo de Rivera a un encuentro en el que el dictador censuró su temeridad por hablar bien del divorcio en España, un país, en sus propias palabras, católico, con un Concordato firmado con el Vaticano, y en el que no se puede hablar de temas prohibidos por la Iglesia. Al día siguiente fue decretado su exilio, y Mercedes Pinto tuvo que empezar una nueva vida en Latinoamérica, donde tuvo una extensa e intensa trayectoria como escritora, conferenciante, articulista, poeta y dramaturga. El continente que la acogió se enriqueció enormemente del bagaje de esta gran mujer a la que todas las mujeres españolas, en realidad, le debemos tanto. Y España se quedó sin ella, como dios manda.

Me ha venido a la mente esta historia, dura y emocionante, al encontrarme, como casi todos los veranos, con varios artículos y reportajes que nos recuerdan que agosto es el mes de los divorcios. Por ejemplo, leía en El País Semanal: “Las estadísticas no mienten: después de las vacaciones se disparan los divorcios. Estar con el otro 24 horas pasa factura. Cinco claves para no convertir la pausa veraniega en un infierno”. Las consultas de muchos psicólogos y de muchos abogados se llenan en el mes de septiembre de personas que buscan separarse de sus parejas, o al menos, recuperarse de la toxicidad que la relación les genera. Podemos imaginar cómo era la vida de muchísimos miles de personas, especialmente mujeres, en los tiempos de Mercedes Pinto, tiempos en los que se echó del país a una mujer por hablar del divorcio.

Y es que la estructura social, familiar y afectiva que impone la moral católica está construida para oprimir y limitar la libertad de las personas, provocando mucha infelicidad, porque nadie puede sentirse feliz donde no hay opciones ni libertad. Las cosas no son así por azar o porque sí. Instituciones como el matrimonio son, en realidad, herramientas de control social; y el problema no es que existan, sino que se impongan como un único modelo afectivo y social.

Aunque no siempre ha sido así. En la Edad Media en España, antes de que la Iglesia de Roma acabara con ellos, había otro tipo de ritos, y otro modo de oficializar los afectos, en los que los desposados firmaban un contrato en el que se prometían, incluso, amistad y apoyo en el caso de separarse, es decir, había divorcios, y muy civilizados, como atestiguan muy bien documentos de la época, como el Fuero General de Navarra.

Leía hace poco, también en El País, un estupendo artículo de opinión, firmado por Nuria Labari, titulado Divorciaos, papis, por favor. En él la periodista, con una gran lucidez, desmonta uno de los mitos que sostienen los que aún están en contra del divorcio: “aunque la relación esté rota, no hay que romper el matrimonio para evitar el sufrimiento de los hijos”, hemos oído todos alguna vez, lo cual es una falacia enorme. La verdad es justamente lo contrario. Como expone Labari, se habla mucho de los traumas de los hijos de padres divorciados, pero no se habla de los traumas de los hijos de padres que no se divorciaron aunque debían haberlo hecho. Y no se trata, en realidad, de no divorciarse por los hijos, sino de hacerlo precisamente por ellos.

La cuestión es que agosto, además de vacaciones y olas de calor que superan los límites conocidos, también nos trae este tipo de cuestiones que tocan nuestras conciencias. Y es que siempre es buen momento para cuestionarnos las cosas y, como decía el sociólogo Alvin Toffler, para desaprender y reaprender la realidad si ello nos lleva a ser mejores o más felices.