Mi madre era un girasol, siempre buscando la luz, siempre fuerte y llena de color. Pero tuvo que irse pronto, aunque no por ello su impacto fue menor. Es más, probablemente precisamente fue su marcha la que me enseñó tanto sobre el amor maternal.

Una fecha señalada

El primer domingo de mayo es el día de la madre en España y todos nos volcamos hacia nuestras figuras maternas. Todos queremos un poco más a una persona que ha dado tanto por nosotros como lo es nuestra madre. Nos paramos a apreciarla, pero algunos desde el recuerdo, desde la lejanía que impone la muerte.

La fuerza de una madre

Las madres son sabias aunque ni ellas mismas sepan apreciarlo. Aunque ni nosotros seamos lo suficientemente humildes para reconocerlo. Ellas nos construyen con herramientas hermosas como lo son la protección, el amor, los mimos. La mayor fortuna es tener el abrazo sincero de una madre. Son tan poderosas que incluso enseñan cuando no están. De su ausencia bebemos y crecemos gracias a ella. La muerte siempre es triste pero no tiene por qué ser vacía. Poder contemplar a mi madre desde una barrera infranqueable me ha hecho afortunada incluso en la desgracia, porque me ha enseñado que tuve la suerte de tener a alguien que me hizo enfadar tanto como sonreír, pues siempre conseguía que de mis enfados, me riera.

Una muerte compleja

Cuando murió me sentí desorientada. Mi luto fue complejo. Es un sentimiento extraño levantarse un día y, de repente, no tener madre. Es sentir un mimebro fantasma justo en el centro del pecho, peligrosamente cerca del corazón. Nunca entendí durante lo que duró su vida sinceramente qué significaba realmente ella para mí, pero esa primera mañana fue como lavarse la cara con agua fría. Mi madre era mi madre. Algo tan poderoso como inexplicable, completo en toda su definición. Mi madre no me dió la vida, la hizo. No me moldeó, me ayudó a crearme. Era cómplice de algo tan complejo como lo es una vida entera. Por ello, cuando ya no la tuve a mi lado fue difícil aceptar que, desde aquel momento y habiéndola perdido jóven, era yo contra el mundo.

Del dolor, el aprender

A raíz de la muerte de mi madre aprendí muchísimas cosas. Primero, que nunca tuvimos una pelea de verdad. Ninguna de ellas realmente importó ni importará. Fueron riñas habituales entre madre e hija, pero nada más; que con la gente a la que quieres tanto es imposible pelearse, pero siempre aprendéis a perdonaros. Aprendí que la capacidad de amar tanto como una madre era la mejor cosa que podía pasarte, pues te convertía en alguien capaz de entender la compasión, el cariño, el amor, la responsabilidad y la necesidad desde una perspectiva casi divina. Es más, ya quisiera Dios haber sido madre, en lugar de solo Dios. Aprendí que el amor no se pierde nunca. Lo acumulamos en reservas infinitas. Lo mejor es que se retroalimenta: del amor solo puede salir más amor. Las madres están ahí para cedernos su amor, para crearnos esas reservas. La primera caricia la aprendemos de ella y a partir de ahí es un suma y sigue. A partir de entonces, lo que tenemos para dar a los otros son reminiscencias de un amor tan puro como lo fue el de mi made hacía mí y a la inversa. Aprendí que hay vínculos que superan las expectativas humanas. Humanos complejos a la par que estúpidos, incapaces de comprender algo tan básico como el amor de una madre. Mientras la tenemos en nuestra vida la cuantificamos, la explotamos en productos derivados como los tuppers de comida, la ropa cosida y el cuidado de nosotros o nuestros propios hijos. Pero pocas veces nos sentamos a apreciar la verdadera función de una mandre: ninguna. Nos quieren gratuitamente y nosotros lo tomamos como un derecho, en lugar de un privilegio. Y este probablemente sea el vínculo más profundo que exista, incomprensible en su faceta ilógica, prácticamente loca.

Todo sigue, pero nada es igual

Es duro seguir día a día sin mi madre. Una madre a la que no voy a romantizar pues era una sinvergüenza que me hacía rabiar, que se burlaba de mis estupideces adolescentes y que siempre sabía preguntarme lo que más vergüenza me daba. Pero también una madre que consideró que lo más bonito que podía tener en su vida era el abrazo de sus hijos. Hoy, tarde, pero muy consciente, yo también creo que lo más bonito que puedo tener es el abrazo de mi madre. Así que abrazad a vuestras madres y miradlas por primera vez como lo que son: seres humanos magníficos, llenas de amor incalculable, cómplices de nuestra existencia que se completa gracias a ellas y compañeras de vida, pues la marca que te dejan forma parte de ti hasta la última célula.   (Dedicado a mi mamuchi)