Llevo horas pensando en qué escribir, en si debería escribir si quiera. En cómo dejar claro mi dolor aunque ni siquiera soy capaz de comprenderlo. En cómo denunciar todo lo que está ocurriendo, ¿pero a quién? Ya no nos sirve gritar al cielo que la vida es injusta y que las otras personas son malas porque no son como nosotros. Tenemos las herramientas para comprender e informamos y aún así nos revolcamos en la ignorancia alimentada en retweets desinformados y caemos bajo, respondiendo a la violencia ciega con más violencia ciega.

17 de agosto de 2017

Esa tarde estaba revisando Twitter, donde sigo al diario La Vanguardia, cuando leí prácticamente al segundo de que lo hubieran publicado que una furgoneta había empezado a arrollar gente en Las Ramblas de Barcelona. ¿Un atentado? No se sabía. Hoy los atentados, para una sociedad que vivió el 11-M, se han vuelto acciones violentas heterogéneas que ya no se pueden clasificar a simple ojo. Simplemente se reconocía el mismo terror. Estaba ocurriendo en esas Ramblas tan mías y de mis seres queridos. Allí donde me había parado a robarle un beso una vez a un chico, por donde había pateado durante semanas después de salir a bailar o para ir a la Filmoteca de Catalunya, cerca, en el Raval. Las Ramblas, donde me paraba a mirar flores, buscando siempre gerberas y a descubrir qué reductos no turísticos quedaban. Esas Ramblas. Las Ramblas de Barcelona. Mis Ramblas. Por un momento, se me cortó la respiración pensando que podría haber sido yo, pues no sería nada extraño que estuviera paseándome por ellas una tarde a las cinco. Y así como podría haber sido yo, podría haber sido cualquiera de las personas a las que quería. Un frenesí de nombres saltó en mi cabeza (Carlota, Judit, Saúl, Susana, Ferran...) y el miedo a que la vida fuera así de caprichosa, tan plagada de casualidades y tan repleta de tragedias. Mientras manda mensajes uno a uno, seguía leyendo qué publicaba La Vanguardia y los Mossos. Nombres de calles y locales que reconocía al instante. Si cerraba los ojos, hacerse un mapa mental era sencillo. Tenía el terror en casa. Llegaba heridos y muertos a los medios de comunicación en forma de números impersonales y testimonios en las redes sociales sobre pánico y morbo, tratados pésimamente. Cerraba los ojos y me resultaba muy sencillo imaginarme qué había quedado de esa angustia: Las Ramblas desérticas y en caos. El miedo había llegado a la ciudad que en su día me acogió para que, precisamente, dejara de tener miedo. Y ahí se me rompió el corazón. Los atentados de los dos últimos años, desde Charlie Hebdo, se habían ido desarrollando en dimensiones que no conocía. Empatizaba y era plenamente consciente de su gravedad pero, no obstante, era problemas intangibles que no podía llegar a comprender en materia de dolor. Siempre me decía que Barcelona debía ser la siguiente, como una corazonada perversa que dices en voz alta para que no se repita. Y ayer lo fue, ayer nos dieron bien en el centro. Una ciudad abierta y acogedora, ahora cosiéndose las heridas de un ataque injustificable. Después de lo ocurrido, debemos seguir amando a la Ciudad Condal. Desde el respeto por la víctimas, seguir adelante. Caminar otra vez por Las Ramblas, volver a robar un beso, mirar flores mientras se espera a la hora de la película en la Filmoteca. No echar la vista atrás salvo para aprender. Y no olvidar que Barcelona es multiculturidad. En Barcelona convivimos toda clase de mileches que por un motivo u otro hemos ido a parar ahí. Al lado de la Rambla, os recuerdo, se encuentra el Raval, el punto urbano con más culturas y nacionalidades distintas de Barcelona. Y ninguna de esas culturas que tanto enriquecen la ciudad, que le dan vida al Raval, que nos reciben y nos explican cómo son cuando queremos escuchar, ninguna de esas culturas es culpable de lo ocurrido ayer en Barcelona. Barcelona abraza y Barcelona enseña que, sin importar de dónde seamos, tenemos un sitio en esa ciudad. Que no paguen justos por pecadores.   Imagen de Kirk Fisher en CC de Pixabay