El debate sobre la conveniencia de instaurar una renta básica universal, se ha acelerado en los últimos años. La idea, en resumen, consiste en establecer un pago mensual a todos los ciudadanos y ciudadanas mayores de edad, independientemente de su nivel de ingresos o su condición laboral. Como propuesta, y pese a tener un origen (parcialmente) liberal, la Renta Básica pasó largo años encerrada en los programas de las formaciones políticas de izquierda, pero en los últimos años se ha ido ganando un espacio en el mainstream de la discusión política. Así, el año pasado el liberal Financial Times consideró uno de los libros del año uno dedicado a esta propuesta, y en España se publicaron numerosas traducciones y trabajos recientes de algunos de sus defensores y analistas, siendo el último de ellos el presentado por el Catedrático de Economía Juan Torres la pasada semana en ediciones Deusto.

La justificación de la propuesta ha venido evolucionando en la medida en que salía del extremo del escenario para situarse en el centro del mismo. No es la primera vez que ocurre en la historia de las innovaciones políticas. De ser una “vía capitalista hacia el comunismo”, como la definió uno de sus más fervientes defensores, la renta básica ha pasado a ser una posible herramienta más en la construcción de políticas sociales en las sociedades avanzadas de mercado, en un contexto de creciente desigualdad y con un mercado de trabajo flexibilizado por la revolución digital. De hecho, el experimento más relevante desarrollado hasta la fecha, el realizando en Finlandia entre 2017 y 2019, ha sido desarrollado bajo el liderazgo de un gobierno conservador.

El auge del debate sobre la Renta Básica Universal (RBU) está directamente relacionado con los previsibles efectos de la transformación digital: mercados de trabajo polarizados, donde una parte importante de la población no encontrará trabajos lo suficientemente continuos y lo suficientemente bien pagados como para poder acceder a un nivel básico de seguridad económica. En otras palabras, la revolución digital hará factible la utopía de vivir sin trabajar, que es, al mismo tiempo, la distopía de vivir sin poder trabajar.

La RBU aparece como una de las posibles respuestas ante esta situación: ante ella aparecen sucedáneos, como el Ingreso Mínimo Garantizado -una iniciativa que garantiza un nivel de renta a aquellas personas que se sitúan por debajo de determinado umbral-, los créditos fiscales -un programa que supone una reducción de impuestos, llegando a niveles negativos, para aquellos que trabajan- o sustitutivos, como los programas de trabajo garantizado, que suponen el mantenimiento de un puesto de trabajo para todos aquellos que no acceden al mismo en el mercado laboral. Estas medidas compiten en mostrar sus beneficios sociales y su justificación ética, así como los condicionantes de su viabilidad.

Y este es precisamente el punto débil de la propuesta de la renta básica: su viabilidad financiera en un contexto de competencia fiscal supone una importante limitación a su puesta en práctica. El coste de poner en marcha la medida es demasiado alto si se quiere dotar de una cifra suficiente para garantizar el acceso a una serie de bienes y servicios básicos. Solamente un nivel de impuestos muy progresivo podría sostener ese nivel de gasto. La alternativa ofrecida por las versiones liberales de la misma supondría entender la RBU no como un complemento, sino como un sustitutivo a las prestaciones sociales no ya monetarias, sino también en especie, como la salud o la educación. Solamente de esta manera se podría sostener ese nivel de gasto social. Se trataría por lo tanto de una propuesta política equivalente a la fusión nuclear fría: garantizaría prosperidad para todos con un coste mínimo, pero nadie ha sido capaz, hasta el momento, de diseñar adecuadamente el proceso que la puede poner en marcha.

Sin embargo, no hay que descartarla tan rápidamente. Los fundamentos sobre los que se basa la RBU son ética y socialmente sólidos. Los experimentos realizados hasta la fecha, como es el caso del experimento Finlandés, han mostrado que percibir la RBU no supone una menor propensión a trabajar o a buscar trabajo, algo que, en mucha menor escala, habría sido una de las conclusiones del experimento desarrollado por Anxo Sánchez y Antonio Cabrales en el marco del laboratorio de economía del comportamiento de la Universidad de Valencia. La cuestión de su viabilidad debe seguir explorándose en la medida en que es posible que termine siendo una respuesta necesaria a los retos que la digitalización supone para el empleo y la desigualdad.

Mientras tanto, España tiene mucho camino por recorrer antes de llegar a esta situación: experimentar con la RBU puede ser intelectual y socialmente interesante, pero las prestaciones por hijo a cargo, la mejora y mantenimiento de los exiguos ingresos mínimos de inserción y la mejora de las prestaciones sociales para los parados de larga duración y las familias pobres con hijos deberían ser nuestra prioridad a muy corto plazo. Son medidas todas ellas con menos glamour, pero cuya puesta en marcha es técnicamente viable, socialmente imprescindible, y políticamente urgente.