Este verano se ha reabierto el debate sobre la conveniencia o no de que el gobierno cobre por el uso de infraestructuras que ahora usamos gratis, como lo son las autovías. El ministro de Fomento en funciones propuso un peaje público de dos céntimos por kilómetro, de manera que un trayecto corto, como podría ser Madrid-Toledo, tendría un coste de 1,40 euros, y un trayecto más largo, como un viaje de Madrid a Barcelona, alcanzaría los 12 euros. Para un vehículo, supongamos, con un consumo de 5 o 6 litros cada 100 kilómetros, el coste del viaje se incrementaría entre un 20% y un 30%. Para un trailer que consume entre 30 y 40 litros de combustible cada 100 kilómetros, el coste añadido se reduciría hasta un 5%.

La reacción no se ha hecho esperar y tanto desde patronales del transporte como desde agrupaciones de conductores se han mostrado en contra de la idea, al tiempo que la oposición -que nunca está en funciones- no ha perdido la ocasión de recordar la “voracidad recaudatoria” del gobierno. Sin embargo, el establecimiento de una tasa sobre las autovías públicas que ahora son gratuitas es una idea que merece una detenida consideración.

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El pago por el uso de infraestructuras públicas no es nuevo en la Unión Europea. Existen numerosos países de nuestro entorno en el que las vías de alta capacidad son de peaje, y no sólo en países con mayor grado de desarrollo, como Francia o Alemania, sino también en nuestro vecino Portugal. Este uso del peaje responde a un diferente modelo de estructuración del transporte por carretera, que o bien ha extendido el modelo de concesiones privadas, o bien ha establecido peajes públicos por el uso. Pero no hay que salir de nuestras fronteras. También en España es así: la gran mayoría de las capitales y ciudades del país obligan al pago de un “peaje” (parquímetro) por aparcar en sus calles. Las razones para este pago son múltiples.

En primer lugar, parece lógico pensar que más allá de su construcción, el coste del mantenimiento de las infraestructuras públicas de transporte debería ser mantenido por aquellos que más las utilizan. Al contrario que otras infraestructuras públicas,  las infraestructuras de transporte no se corresponden con la definición económica de “bien público”. En teoría económica, el bien público por excelencia es un faro, cuyo funcionamiento se rige por los principios de no exclusión -el faro alumbra por igual a los barcos que han pagado su construcción y aaquellos que no lo han hecho- y no rivalidad -que yo vea la luz del faro desde mi barco no resta ni un gramo de utilidad a otros barcos. Una carretera no tiene estas características: se puede establecer fácilmente un sistema por el que se puede excluir de su uso a quien no pague -a través de un puesto de peaje- y cada vez que entra un coche en ella, se reduce la utilidad que genera en otros usuarios -atascos, saturaciones, tráfico lento- de manera que, pese a su titularidad, las carreteras no podrían ser consideradas bienes “públicos” en sentido estricto. Sí es cierto, además, que su uso trae consigo una serie de externalidades añadidas, tanto positivas, como la conexión y vertebración del territorio, como negativas, en términos de incremento de la contaminación atmosférica, o emisiones de gases de efecto invernadero. Estas externalidades suponen costes y beneficios que van más allá de quienes las usan, y por lo tanto tendría sentido una intervención pública en ese sentido, como que paguen por su uso aquellos que más se benefician de la misma, como son los conductores y los que compran productos que llegan a su localidad por carretera.

Por otro lado, no es del todo cierto que, con esta medida, las autovías públicas se paguen dos veces, una por impuestos y otra por el peaje. La mayoría de las grandes autovías españolas han sido financiadas por los Fondos Europeos, en particular por el Fondo de Cohesión y por el Fondo Europeo de Desarrollo Regional, de manera que los “impuestos de los españoles” sólo han pagado una fracción de la infraestructura. Además, el peaje que se propone no está destinado a amortizar el coste de la construcción, sino al mantenimiento, que, en ese caso, dejaría de ser pagado por impuestos. En otras palabras: el ciudadano habría pagado -parcialmente- la infraestructura a través de impuestos, y el mantenimiento sería financiado por los peajes. El dinero de los impuestos que ahora se dedica a las autovías en materia de mantenimiento podría dedicarse a otros fines más adecuados, como la red secundaria o la inversión en capital humano, por poner un ejemplo.

En tercer lugar, existen ya infraestructuras “gratuitas” que los ciudadanos pagan de manera indirecta, como las alianzas público-privadas con lo que se denomina “peaje en la sombra”, como la madrileña M-45, en la que la Comunidad de Madrid paga a la concesionaria por cada vehículo que circula por la autovía. En otras palabras, los ciudadanos, con o sin coche, subvencionan a los conductores que la usan.

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Pero no todo son ventajas. Tres son los aspectos negativos de este peaje. En primer lugar, el coste económico de transacción. En vías de alta ocupación, el establecimiento de zonas de peaje puede convertirlas en auténticas pesadillas, con un gran coste económico en términos de tiempo, atascos y emisiones innecesarias. El peaje debería ser automático y basado en dispositivos ópticos si no se quiere terminar de matar el acceso y salida a grandes ciudades. El segundo es el efecto sustitución, que podría incrementar el uso de carreteras secundarias “gratuitas” que no están preparadas para recibir gran tráfico, con el consiguiente incremento del riesgo de accidentes. Y el tercero es el efecto regresivo de la propuesta, al hacer pagar al conductor rico y al pobre. En este último caso, se debería buscar una compensación vía presupuestos, de manera que existiera una posibilidad de equilibrar, de algún modo, la pérdida de bienestar que generaría tener que pagar el peaje para los conductores con menos ingresos.

En conclusión, la instauración de un peaje sobre las vías públicas de alta capacidad puede ser una buena idea, pero debe ser adecuadamente diseñada, y sobre todo, debe enfrentarse a los retos en términos de economía política: hacer pagar en un país acostumbrado a precios muy subvencionados y a exigir menos impuestos hay que explicarlo muy bien y asumir el coste inicial de implementación de la medida