La semana pasada, la Comisión Europea presentó su propuesta de revisión de las reglas fiscales que acompañan al Pacto de Estabilidad. El contenido de las mismas es una pieza fundamental para entender la gobernanza económica de la Eurozona, ya que determinan no sólo los niveles máximos exigibles de déficit público y deuda pública, sino también los ritmos de consolidación fiscal y el régimen sancionador de la Comisión si un estado incumple las normas. Las reglas fiscales son un instrumento que complementa los tratados y, dentro de los mismos, supone una herramienta que puede ser utilizada de muchas maneras.

La experiencia de los últimos diez años nos indican que el formato actual no era el adecuado: apostaba por procesos de consolidación fiscal acelerados, que en prácticamente todas las ocasiones llevaron a los países a una recesión y a empeorar sus problemas, con numerosos costes económicos y sociales. Fueron los años de la austeridad. Los resultados, pésimos desde todos los puntos de vista, supusieron un proceso de reflexión que ha llevado a numerosas novedades en los últimos años: el mecanismo SURE de refuerzo de los sistemas de desempleo en caso de crisis asimétricas, el fondo europeo de garantía de depósitos y los avances en la unión bancaria, la mutualización de la deuda del programa Next Generation EU, el cambio de objetivos del Banco Central Europeo… quedaba sin embargo en revisión el mecanismo por el que se determina si un país está cometiendo un desequilibrio fiscal. La crisis de la COVID-19 supuso la suspensión de dichas reglas fiscales, y abrió la puerta a una posible revisión de sus contenidos, proceso en el que se ha avanzado en los últimos meses y que, a partir de la propuesta de la Comisión Europea, acelera su paso.

La propuesta mantiene lo que es esencial: los países deben comprometerse con una deuda pública inferior al 60% del PIB y un déficit público inferior al 3% del PIB. Estas cifras son inamovibles porque forman parte de los tratados y su reforma requeriría un procedimiento difícil de terminar en buen puerto. Así que partiendo de estos límites, la Comisión propone un marco individualizado para cada país, de manera que se examinará la trayectoria específica de cada estado, sus necesidades y particularidades, en un plazo temporal que puede ir de cinco a siete años. Se abandona por lo tanto los procedimientos de “austeridad acelerada” que obligaban a recortes fiscales enormes cuyos resultados terminaron siendo catastróficos. Cada país tendría ahora un objetivo específico a medio plazo, dependiendo de su situación. La revisión de la senda de cumplimiento de dichos objetivos se haría a través de un mayor poder a las autoridades fiscales independientes, en el caso de España, la Autoridad Fiscal Independiente de Responsabilidad Fiscal. En el caso en el que no se cumplieran los objetivos, la Comisión propone sanciones más fáciles de aplicar que las antiguas, que eran demasiado onerosas y que no llegaron a ejecutarse nunca (España estuvo a punto en 2016, pero finalmente la Comisión decidió no presentar una propuesta de sanción). Se pasa de un régimen sancionador muy severo y poco eficaz a otro más ligero y con mayor facilidad de aplicación.

No debemos engañarnos, esta propuesta no elimina la necesidad de mantener un marco fiscal sólido en el medio plazo. Bien al contrario, perfecciona un régimen que, dada su inflexibilidad, había perdido toda credibilidad desde el momento en el que su inobservancia no suponía sanción alguna. El nuevo régimen, más flexible y adaptado, será más eficaz en el cumplimiento de sus objetivos.

Una última reflexión para el caso español: en el marco de la crisis financiera de 2009, España modificó el artículo 135 de la Constitución Española para incorporar en su articulado el concepto de déficit estructural. La incorporación fue contestada social y económicamente, también por quien escribe estas líneas, dado que el concepto del déficit estructural puede ser una guía de actuación pero en ningún caso debió incorporarse a ninguna norma vinculante. No obstante España lo incorporó a nuestra Constitución y a la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria, la ley 2/2012. Ahora resulta que la Comisión ha eliminado el déficit estructural como instrumento de seguimiento de la estabilidad presupuestaria, pero nosotros, España, lo tenemos integrado en la Constitución y en la Ley. ¿Cambiaremos de nuevo la Constitución? ¿Dejaremos muerto ese artículo que nunca debió cambiarse en aquellos términos? ¿Cambiaremos la Ley orgánica de estabilidad presupuestaria? El tiempo ha terminado dando la razón a los que consideraron que aquella incorporación era un error. Y es que las constituciones, que son instrumentos pensados para dar estabilidad, no deberían cambiarse por criterios coyunturales, so pena de convertirlas, como ha sido el caso, en papel mojado. Si las nuevas reglas fiscales se aprueban tal y como las propone la Comisión, nuestro marco legal de gestión de la estabilidad presupuestaria se habrá quedado en fuera de juego.