La semana pasada, tras un periplo de años, el congreso de los diputados ha dado la luz verde definitiva a la Ley de Cambio Climático y Transición Energética, un hito histórico que marca la dirección sobre la que debe avanzar España para cumplir sus compromisos y sus objetivos en materia de reducción de emisiones de Gases de Efecto Invernadero, tanto hacia el año 2030, como hacia el año 2050.

La ley fue anunciada hace años, todavía bajo el gobierno de Partido Popular, pero la complejidad de su legislación y la dificultad de alinear los intereses de todos los actores implicados ha llevado a que su aprobación definitiva se produzca en esta legislatura, no sin algunas polémicas. Así, la ley ha recibido la abstención de Más País -que la ha calificado de poco ambiciosa- y del PP, y con el rechazo de Vox. La Ley ha sido recibida positivamente por las organizaciones ecologistas, que en cualquier caso hubieran apostado por una mayor ambición climática. De esta manera, la Ley fija como objetivo para el año 2030 una reducción de emisiones de Gases de Efecto Invernadero de un 23% respecto de los niveles de 1990, lejos -muy lejos- de las recomendaciones de avanzar hacia una descarbonización del 55% para esa fecha, de acuerdo con las recomendaciones de Naciones Unidas y los objetivos de la propia Unión Europea, tal y como se pactaron en diciembre del pasado año. Paralelamente, la ley establece una descarbonización plena para el año 2050, acompasando los objetivos propios con los objetivos de la Unión Europea.

 El problema de centrar todo el esfuerzo en un futuro lejano es que, de acuerdo con cualquier informe que haya estudiado el ritmo de reducciones, cuanto más tarde se tomen las medidas de reducción de emisiones, más intensivas deben ser las actuaciones para llegar a los objetivos. Está bien tener una referencia a largo plazo, pero las políticas de reducción de emisiones no pueden esperar, ni tampoco improvisarse.

Para cumplir estos objetivos de reducción de emisiones, España debe aplicarse para acelerar la transición hacia una movilidad sostenible, acelerar el despliegue de energías renovables, intensificar la renovación energética de edificios, y mejorar en gran medida las capacidades de eficiencia energética de nuestra industria. Todo ello requiere de importantes inversiones, que en buena parte estarían cubiertas por los Fondos del Next Generation y los Fondos Estructurales, pero será necesario movilizar recursos públicos y privados adicionales para cumplir los objetivos, al menos, hasta el año 2030. Por ejemplo, la ley indica que en 2030 el 75% de la energía eléctrica deberá ser producida por fuentes limpias, lo cual significa prácticamente doblar la producción actual -43%- si tenemos en cuenta el incremento de demanda de energía eléctrica que puede provocar el auge del coche eléctrico como medio de transporte generalizado a partir de 2030. De acuerdo con el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima, las necesidades de inversión hasta el año 2030 alcanzarían los 241.000 millones de euros, esto es, unas cuatro veces más que los 51.000 millones destinados a cambio climático en el plan Next Generation, que se esperan sean movilizados por el sector privado.

El viento sopla en la buena dirección: el incremento de los niveles de compromiso climático abre las puertas no sólo a la inversión pública, sino también a la inversión privada. De acuerdo con la Agencia Mundial de la Energía, la descarbonización del sistema energético mundial requerida de unos 33 billones de dólares adicionales desde el año 2020 al año 2050, generando un importante mercado para los activos financieros verdes. Se espera que para el año 2021, el mercado de bonos verdes alcance un total de 700.000 millones de dólares en emisiones con un crecimiento del 100% respecto de 2019. Las decisiones del Banco Mundial y del Banco Europeo de Inversiones de convertirse en “bancos climáticos” y las orientaciones macroprudenciales del Banco Central Europeo para integrar el riesgo climático en los balances de la banca de la eurozona indican el camino a seguir.

En España, lamentablemente, no tenemos hasta la fecha, un instrumento financiero público potente destinado a la financiación de la transición energética. El IDAE ha podido jugar ese papel en el pasado, en colaboración con el Banco Europeo de Inversiones, y diferentes agencias regionales -como la Agencia IDEA en Andalucía o la sociedad Extremadura Avante- han apostado por financiar operaciones de eficiencia energética, con un recorrido escaso en algunos casos: los 50 millones que comprometió el Ayuntamiento de Madrid en 2018 para financiar operaciones de eficiencia energética quedaron, en gran medida, sin usar.

Sería muy interesante que, aprovechando los fondos europeos FEDER, España consolidara un instrumento de financiación de la transición energética que pudiera, además, colaborar con el Banco Europeo de Inversiones y completar la financiación proveniente del Next Generation. Con un adecuado diseño, se podrían movilizar miles de millones de euros necesarios para cubrir nuestros objetivos climáticos, a través de la coinversión con los actores privados, que han tomado como referencia la sostenibilidad para sus proyectos de inversión a medio y largo plazo.