Andamos enfrascados, y hacemos muy bien, en cómo colocaremos las toallas en las playas para mantener la distancia de seguridad. El tiempo también manda en todo y tras un confinamiento de casi cien días, el verano llega con su imperativo de diversión y ocio. Muchos más de los habituales este año no podrán irse de vacaciones con una situación económica muy complicada que está llevando a personas de clase media a buscar el sustento donde antes sólo acudían los pobres.

Muchas empresas tampoco van a poder hacer frente a la crisis que ha generado el Covid-19. Han sido solo tres meses, un periodo aparentemente corto, pero suficiente para que miles de compañías hayan quedado tocadas: o bien no podrán reanudar su actividad, o solo lo conseguirán si sus acreedores y suministradores están también dispuestos a perder dinero. Un fenómeno que es indicativo de la fragilidad en la que se mueve el mundo de las corporaciones y cuya defensa se justifica en la pérdida de empleo que supone su cierre o reestructuración. En definitiva, siempre será destruir riqueza y los que están más abajo serán los más afectados.

Una buena muestra es el comportamiento de muchas empresas en la Bolsa. A veces desde el desconocimiento se piensa que los movimientos bruscos de las compañías responden únicamente a las decisiones de los más codiciosos. Pero no es del todo cierto. La empresa es un ente que debe estar siempre activo y estresado porque su comportamiento es muy cambiante a las circunstancias y su resistencia es, por lo general, pequeña. De ahí que sea fácil pasar, en jerga bursátil, de blue chip a chicharro.

El Gobierno ha reaccionado bien tirando de los Expedientes Temporales de Regulación de Empleo (ERTES) que el mundo empresarial y la oposición política piden se extienda al menos hasta final de año. Un elevado coste que será muy difícil de asumir por el Estado pese a la facilidad de su financiación y las previstas ayudas que lleguen de Bruselas. Con ello, se permite dar un balón de oxígeno para ver si las cosas se arreglan con el paso del tiempo. Una lección muy bien aprendida por la economía española que en otros tiempos de crisis y con menor flexibilidad veía cómo se cerraban empresas para siempre.

Además de los pequeños comercios que a en la vuelta de la “nueva normalidad” anuncian su cierre o su traspaso, ya está empezando la ola de quiebras. La pequeña aerolínea Level Europa o Latam, la mayor de Latinoamérica, han recurrido a la suspensión de pagos. La firma de alquiler Hertz prevé caer también en esta situación y el tiempo va corriendo en contra. En el mes de mayo los concursos de acreedores crecieron un 300% respecto a los registrados en abril: 162 frente a 41.

Las previsiones de los que se dedican a medir la solvencia de las compañías también son alarmantes. Según datos de la firma de calificación Moody´s más del 50% de la deuda de las empresas españolas ha caído en perspectiva negativa, después de conocerse algunas rebajas importantes en la calificación. Un debilitamiento que esperan se prolongue durante los próximos doce meses.

La fragilidad de la empresa en todas sus dimensiones (grande, mediana y pequeña) debe estar presente en las consideraciones que hagan los responsables económicos de un país. No se puede hacer populismo ni caer en eslóganes impactantes, como tampoco deben caer en las ayudas en el saco de la gratuidad y la falta de compromisos. En estos días se especula con que el Gobierno dará marcha atrás a iniciativas de impuestos especiales a la banca para compensar las ayudas que recibieron las extintas cajas de ahorros y tangencialmente los bancos que las adquirieron. Pues no, ahora es imposible esta medida. Las anunciadas quiebras de las empresas que reventarán en el próximo otoño, dejarán con pies de barro a muchas entidades financieras que deberán renegociar créditos fallidos, cuando no directamente quedarse con activos de los que no puedan pagar. Mucho cuidado, porque la mercancía es muy frágil.