Tras un año de largas negociaciones, que se han alargado mucho más allá del histórico acuerdo de julio de 2020 en el Consejo Europeo, la Unión ha aprobado definitivamente el reglamento del Mecanismo de Recuperación y Resiliencia, pieza fundamental del programa de recuperación de la Unión Europea, así como se ha alcanzado un acuerdo sobre los futuros recursos propios de la Unión, pieza imprescindible para poner en marcha el  flujo de financiación que debe llegar a los presupuestos de los países para ejecutar las inversiones programadas.

Sin embargo, el acuerdo alcanzado se ha paralizado en la fase de ratificación: buena parte de los países del norte no han ratificado el acuerdo todavía, y el Tribunal Constitucional Alemán ha vuelto a ejercer una función de “tutoría” sobre el proceso de integración europea, paralizando la ratificación de Alemania hasta que no resuelva sobre un recurso de inconstitucionalidad. No es la primera vez que ocurre: el Constitucional Alemán tiene una larga trayectoria de obstaculización de las decisiones tomadas en el ámbito europeo, erosionando de esta manera el principio de primacía del derecho comunitario sobre el derecho nacional, y arriesgando a generar un conflicto interinstitucional que es lo que menos le interesa a una Unión Europea cuyo desempeño en la gestión de la crisis no se califica particularmente como sobresaliente: a las dificultades generadas en la gestión conjunta de las vacunas, cabe añadirse el impulso fiscal aprobado por Biden, que ha dejado pequeño el impulso desarrollado por la Unión Europea con los planes aprobados el año pasado.

En este contexto, la Unión ha abierto el proceso de reflexión sobre las reformas necesarias en la Unión Económica y Monetaria, y más específicamente, sobre las reglas fiscales que rigen el pacto de estabilidad y crecimiento. Un pacto que se ha mostrado farragoso, complicado de implementar adecuadamente, y con numerosas lagunas y diferentes interpretaciones. Los motivos para retomar las reglas fiscales se basan en los magros resultados obtenidos en la gestión de la crisis económica de 2008-2012, así como en las deficiencias identificadas, algunas de ellas laboriosamente corregidas a lo largo de los últimos años, incluyendo la Unión Bancaria, el Mecanismo de Estabilidad y, finalmente, la mutualización de deudas generadas a través del programa Next Generation.

El debate, que en el ámbito teórico, se ha producido ya entre numerosos economistas, aterriza ahora en las capitales europeas, con cierto entusiasmo en algunos casos y con un mayor escepticismo en otros. Así, por ejemplo, Alemania ya ha declarado que no tiene ninguna prisa por cambiar las reglas.

En medio de este debate, España no se ha caracterizado históricamente por ser muy propositiva. En los años de la anterior crisis, nuestro país mantuvo un perfil muy bajo, apuntándose a las mayorías del Consejo, quizá acusando la falta de autoridad debida a su posición de debilidad por tener que recurrir a un rescate, con una alta deuda y un déficit público difícilmente controlable. Si se ha participado en el debate ha sido más desde un punto de vista intelectual que desde un punto de vista político. De esta manera, en 2018, un grupo de economistas, liderados por el Real Instituto Elcano, elaboraron una posición española que representaba el consenso de economistas de diferentes orientaciones, buscando influir en el debate que se estaba produciendo.

Esta timidez ha cambiado en los últimos años: España participó activamente en el diseño del plan de rescate, con un “non paper” cuyas características han terminado confluyendo en gran medida con el instrumento definitivamente aprobado. Este mismo año, España ha reforzado su posición con un audaz documento, firmado conjuntamente con los Países Bajos, sobre autonomía estratégica de la Unión. Esta aportación lanza a la vez varios mensajes: en primer lugar, que España es capaz de ofrecer un posición de alcance sobre aspectos clave para el futuro de la Unión Europea. Y en segundo lugar, no menos importante, que somos capaces de alcanzar propuestas conjuntas con países con los que tradicionalmente no nos hemos entendido particularmente bien en los debates europeos.

Este activismo de España en el proceso de reforma de la Unión Europea debe ser bienvenido. En el pasado, fue una fuente de prestigio del país, y debe volver a serlo en el futuro. El papel de centros de estudio como el ya citado Real Instituto Elcano, pero también otros expertos y analistas que, de manera independiente, hacen sus aportaciones, es importante. Pero la capacidad de generar posición desde el propio Gobierno y de participar activamente en los debates es una proyección que puede servir no sólo para mejorar nuestra posición en Europa, sino para trascender el círculo vicioso en el que se encuentra la política española. Si somos capaces de ser fuertes en Europa, será más fácil alcanzar consensos en España. Veremos.