La semana pasada, y de manera relativamente súbita, las perspectivas sobre la economía española empeoraron notablemente. No fueron los datos de empleo, que según el ministro de Seguridad Social, apuntan a un mes de junio de récord en afiliación. Tampoco lo fueron los datos de inflación, que ya se conocían y cuyos efectos negativos ya estaban descontados. La razón del giro negativo hay que buscarla en la actuación dubidativa del Banco Central Europeo, que, presionado por la galopante inflación, ha decidido acabar con el programa de compra de activos puesto en marcha durante la pandemia, al tiempo que anunciaba su primera subida de tipos de interés, todavía lejos de las subidas, mucho más justificadas, lanzadas por la Reserva Federal Norteamericana. El resultado de ambas operaciones fue una subida inmediata de las primas de riesgo de las economías del sur de Europa, con Italia y Grecia por encima de los 220 puntos básicos, y España por encima de los 120. Un pequeño momento de pánico que nos recordó a los peores momentos de la crisis de 2010 y 2011, cuando el despegue de las primas de Italia, Grecia, Portugal y España terminaron en la salida de Berlusconi de Italia y en el rescate de Grecia, Portugal y España.

El Banco Central Europeo, que debe satisfacer su objetivo de controlar la inflación, está obligado a actuar: aunque su impacto directo sobre el precio de la energía sea prácticamente nulo, la subida de tipos y el endurecimiento de la política monetaria permitirá poner algún freno a posteriores subidas de precios: si el BCE actúa, las expectativas de inflación se moderarán y eso frenará, al menos parcialmente, una escalada de precios. Es una medida dolorosa, porque mayores tipos implican menor inversión y una mayor carga financiera para empresas y particulares. En economías con alto endeudamiento, puede poner las cosas difíciles. La cuestión es hasta qué punto están dispuestos a actuar los bancos centrales para controlar la inflación. En otras ocasiones, ya lejanas en el tiempo, las actuaciones de los bancos centrales terminaron causando una recesión que hizo aterrizar los precios a costa de un incremento del desempleo y un par de trimestres en negativo. Los bancos centrales de ahora no son los de antes, pero nadie debe descartar un movimiento en esta dirección si las cosas no mejoran. Y la perpetuación de la guerra y los altos precios de la energía, con el otoño a la vuelta de la esquina, no nos permite descartar este escenario.

Pero el segundo mandato, no explícito, pero efectivo, del BCE es sostener la estabilidad financiera de la eurozona, pues si la estabilidad financiera se quiebra, los mecanismos de transmisión de la política monetaria de la eurozona se griparían. Esta fue la razón que puso encima de la mesa Draghi en 2012 para su famoso discurso sobre la defensa del Euro. Desde este punto de vista, es necesario que la política monetaria de la Unión Europea permita mantener la integridad de los mercados financieros y eso implica evitar una disgregación excesiva de las primas de riesgo. La única manera de evitar esta disgregación en un contexto de política monetaria más restrictiva es haciendo que el BCE compre, de manera desproporcionada, más bonos de los países que se enfrentan a tensiones de sus primas de riesgo. El Banco Central Europeo puso, en 2012, un programa dirigido a cumplir este objetivo, denominado OMT (Transacciones Monetarias Directas), pero sólo se aplicaba a los países rescatados. Así que ahora el BCE tiene que poner en marcha un programa que permita la compra de estos bonos en países que no están formalmente rescatados, es decir, sin la condicionalidad exigida en aquellos rescates, algo que tiene que pasar el filtro de los países del norte de Europa y sus halcones monetarios. El equipo de Lagarde tendrá que trabajar en un diseño que permita apoyar a los países más frágiles, sin imponer programas de ajuste para los que no tiene mandato, pero satisfaciendo la posición de los países más reacios, que no estarán dispuestos a prolongar una barra libre a costa de su propio riesgo. En definitiva, un momento delicado en materia de diseño de política económica, quizá no tan trascendental como la gestación del Next Generation en 2020, pero desde luego con un nivel de ajuste fino que va más allá, en una mesa de negociación que es el Consejo de Gobernadores del Banco Central Europeo, y no el Consejo Europeo.

Ya hay quien está deseando que el Banco Central Europeo endurezca sus posiciones para poner en dificultades a los países del sur, retomando una orientación de la política monetaria que estuvo a punto de quebrar el Euro en 2012. Son los que están deseado ver a España en una nueva crisis de deuda, o pidiendo un rescate, o quebrando, o, como se ha señalado, amenazando la viabilidad de la Unión Europea, con tal de provocar un cambio de gobierno. Curiosamente, son los mismos que anunciaron que la Comisión no aprobaría el programa español del Next Generation. Son los que están dispuestos a hacer caer España, que ya la levantarán ellos. Afortunadamente, y para esto también sirve la Unión Europea, el sistema de gobernanza económica de la eurozona no está a merced de estos intereses alicortos. Cuando lo estuvo, casi se lleva por delante la Unión. Si algo deberíamos haber aprendido de la crisis de 2010 es que cuando las anteojeras ideológicas se imponen a la realidad económica, todos sufrimos.