El pasado jueves, el Banco Central Europeo aprobó su décima subida consecutiva de los tipos de interés, hasta un 4,5%, una cifra excepcionalmente alta que habla de la voluntad del BCE de doblegar la inflación a través de reprimir la demanda, y si con ello tiene que mandar a la eurozona a la recesión, lo hará. Ya son varios los países que están teniendo problemas y los indicadores adelantados de pedidos industriales del mes de agosto indican que la tendencia a la desaceleración se acentúa en los últimos meses. No es la primera vez que un banco central pisa el acelerador hasta llevar a los precios a su objetivo de política monetaria: en los años ochenta, la Reserva Federal llevó los tipos a cifras de doble dígito para romper la espiral inflacionaria. Tuvo éxito a cosa de provocar una recesión.

En términos institucionales, el Banco Central no tiene mucho más margen: su política monetaria depende de su credibilidad, y un banco central sin credibilidad es un banco central inútil. Su credibilidad se mide en términos de garantizar la estabilidad de precios, medida en función de un objetivo que suele estar en el entorno del 2%. El problema que tenemos ahora es, como pasó en los años 70, que la inflación no depende de un sobrecalentamiento de la demanda, sino de un problema de oferta fundamentada en los mercados energéticos, la traslación de estos precios a los mercados de alimentos y al resto de los sectores afectados por el mismo: el transporte o la industria. La bolsa de ahorro amasada durante la COVID ya se ha terminado pero los efectos continúan ahí. El año pasado las principales economías tomaron medidas destinadas a moderar el precio en los mercados energéticos y en los productos de primera necesidad, o el transporte. Pero esas medidas se han agotado a lo largo de 2023 y la inflación, que se corrigió a través de intervenciones más o menos onerosas en los mercados, ha mostrado una persistencia que no es esperaba. En los años 70, también hubo una primera reacción de corrección de los precios de mercado con intervenciones públicas, para terminar acumulando todo el coste de la crisis en poco tiempo. Esperemos que en esta ocasión no ocurra igual.

Los efectos de la subida de tipos se dirigen principalmente a encarecer los préstamos, de manera que los agentes altamente endeudados deben dedicar más renta disponible a responder a los altos intereses. Los bancos endurecen los créditos para empresas y consumidores, y el sector público debe pagar más por sus nuevas emisiones de deuda pública. En definitiva: menos renta disponible, y por lo tanto, menos consumo, menos inversión y menos demanda. La economía de mercado nos dice que, reprimiendo la demanda, la actividad se ralentiza y los precios terminan bajando, aunque a un coste social importante.

El problema de un enfriamiento alcanzando de esta manera son sus efectos sociales: recordemos que no se trata de una demanda disparada, sino de un problema de costes de producción. En otras palabras: las familias más vulnerables pueden, al menos a corto plazo, encontrarse con salarios que han perdido poder adquisitivo y con la necesidad de destinar más dinero a pagar los intereses de sus deudas, que, en el caso de los préstamos hipotecarios, pueden ser notablemente más altos. Es una tormenta perfecta en términos sociales y quizá políticos, porque siempre habrá quien aproveche esta dificultad para ofrecer alternativas irrealizables pero que en un momento dado pueden sonar bien.

No hay muchas alternativas a una crisis de estas características, salvo intentar preservar la cohesión social utilizando los muchos o pocos recursos de los que se disponga para focalizar las ayudas en los sectores más golpeados. España está creciendo, y su desempeño es bueno si lo comparamos con sus países vecinos, y es bastante probable que la revisión del PIB que se realizará esta semana indique que hace tiempo que recuperamos el nivel de 2019. Pero los efectos sociales de esta situación, que apuntan fundamentalmente a aquellas familias de clase media-baja con salarios bajos y una hipoteca todavía por pagar, deben ser tenidos en cuenta si queremos evitar una nueva fractura en este ámbito. La recuperación de poder adquisitivo de los salarios durante 2023 ha sido intensa, pero en absoluto suficiente, y los resultados del código de conducta hipotecario están todavía por ser adecuadamente analizados. Dado que el empleo aguanta, no hemos tenido de momento un atisbo de crisis en términos de moras o impagos, pero las familias lo pueden estar pasando peor de lo que muestran los datos macro. El gobierno debería poder actuar pero lamentablemente no parece que vayamos a tener un ejecutivo plenamente operativo hasta dentro de unos meses, en el mejor de los casos. La situación merecería una actuación decidida, pero lamentablemente tendremos que esperar.