Uno de los problemas recurrentes donde se mezclan racionalidad económica y derechos sociales es en la adecuada gestión del derecho a la vivienda. Recogido en la Constitución de 1978 como un principio orientador de la política económica, su pleno ejercicio ha estado sometido a numerosos debates en torno a la mejor manera que ejercerlo. De esta manera, la vivienda es considerado tanto un derecho como un activo donde se concentra gran parte del ahorro de la población. La vivienda y sus precios ha acompañado históricamente, en nuestro país, la generación de burbujas financieras, con el especial recuerdo del estallido de la burbuja financiera de 2008, que se llevó con ella a las cajas de ahorro y cientos de miles de puestos de trabajo vinculados a la construcción.

La teoría económica nos dice que el precio de la vivienda correlaciona con la actividad económica: cuando más dinámica es una economía, más crecen los precios de la vivienda y el alquiler. Pero no es el único factor a tener en cuenta: las dinámicas urbanas de generación de nuevos barrios, la gentrificación de los centros de las ciudades, el carácter especulativo del activo “vivienda” y la limitación que este carácter establece al derecho a acceder a una vivienda digna conforman un cóctel explosivo donde la ideología también cuenta.

Y así, nos encontramos ante el enésimo desencuentro ante la gestión del acuerdo de coalición firmado por PSOE y Podemos. Mientras que esta última formación insiste en que la fórmula pactada es la regulación de los precios, el PSOE advierte que lo firmado se refiere a la necesidad de respetar la literalidad del acuerdo, que supone “frenar las subidas abusivas de los precios del alquiler”. Mientras un socio establece una relación unilateral entre el objetivo (frenar las subidas abusivas) y el instrumento (la regulación), el otro plantea instrumentos basados en incentivos, como las desgravaciones fiscales. El desencuentro es de fondo, y ya se ha visto en otros aspectos relacionados con los alquileres, como la regulación de los desahucios, donde también hubo un choque en el alcance y condiciones de la política pública establecida.

Así, pudiera parecer que existe cierta tentación de establecer un marco de conflicto social entre la propiedad y el uso de las viviendas: el relato que se impone es que los propietarios son extractores de rentas de los inquilinos, y como tal, deben ser sometido a una férrea regulación a favor de estos últimos. Este relato, que se ha instalado con fuerza en una parte de los sectores sociales que apoyan el gobierno de coalición, nace de los años de experiencias contra los desahucios de la anterior crisis, lo cuales, más que basarse en los alquileres, se centraban en las hipotecas que no se podían pagar. Sin embargo, y como suele ocurrir, estas narrativas económicas no contienen toda la verdad. Sólo el 3% de las viviendas en régimen de alquiler son propiedad de fondos de inversión, así que buena parte de los propietarios de pisos en alquiler son particulares que han obtenido sus inmuebles como activo donde canalizar sus ahorros.  

El problema se concentra además en los barrios “tensionados”, donde la demanda excede con creces a la oferta, y donde los precios de la vivienda han subido en consonancia. Las consideraciones morales de esta narrativa se basan únicamente en el punto de vista de lo que están viviendo ahora en los edificios y barrios gentrificados, no en los que vivieron antes (pocos se preguntan quién vivía antes en las viviendas y barrios donde ahora viven), ni en los que quieren irse a vivir a ellos y no pueden hacerlo por falta de oferta. La vivienda es un derecho que debe poder ser ejercido. Vivir en el centro de las ciudades no lo es. En Madrid, vivir en el centro o en el barrio de Salamanca es, de promedio, un 60% más caro que vivir en otros barrios. Diferencia que llega hasta un 100% cuando hablamos de ciudades del cinturón. En otras palabras: un piso de 50 metros cuadrados cuesta, en Lavapiés o Malasaña, unos 850 euros de promedio, mientras que en Fuenlabrada o Getafe un piso del mismo tamaño costaría alrededor de 425 euros. Suponiendo que el salario promedio, en Madrid, de un joven de 25 años (1189 euros/mes en 2019), vivir en el centro en una casa de 50 metros cuadrados le costaría un prohibitivo 75% de su salario, y hacerlo en el extrarradio le costaría un mucho más asequible 37%. Esta enorme diferencia se explica porque hay menos oferta relativa en el centro y porque los inquilinos están dispuestos a pagar más por vivir en el centro que por vivir en Fuenlabrada, Móstoles o Leganés. Estas circunstancias se repiten prácticamente en todas las grandes ciudades del mundo: no todo el mundo que quiere vivir en un determinado sitio puede hacerlo, y poner un límite a los alquileres lo único que hace es cambiar el criterio de precio (yo puedo pagar más) por el criterio de “orden” (yo llegué primero), porque algún criterio hay que poner para ordenar la demanda frente a una oferta limitada. La teoría económica nos dice que establecer un límite al precio es una invitación a la generación de economía sumergida, y que su funcionamiento allí donde se ha probado no ha funcionado todo lo correctamente que se pudiera desear: los precios han bajado, sí, pero la oferta también. Lo mismo podría decirse del sistema de incentivos fiscales: cualquier modelo que intente modular el precio de un bien escaso -las viviendas- sin intervenir sobre la oferta y la demanda, está llamado a terminar fracasando. La única racionalidad de intervenir el precio de las viviendas debe partir de identificar claramente cuál es el poder de mercado de los tenedores de vivienda, y de actuar en consecuencia.

No habrá un sistema perfecto que solucione el problema: la única acción realmente eficaz que podemos encontrar en materia de protección del derecho a la vivienda es la ampliación de parque de viviendas disponibles. Las políticas de rehabilitación de viviendas establecidas en el Plan de Recuperación bien podrían servir para incrementar esta oferta. Pero el arma más eficaz del sector público para actuar sobre la especulación financiera en el ámbito de la vivienda es el parque público de viviendas. España tiene uno de los parques públicos de vivienda en alquiler más bajo de Europa, con sólo un 2,5% del total, muy lejos del promedio europeo (9,8%) y a años luz de los países líderes como los países bajos (30%). Un parque público potente debería servir para modular precios, permitir el acceso a la vivienda de todo el mundo, y actuar como garante de ese derecho. Es, sin duda, la medida más eficaz, pero, al mismo tiempo, la más cara de desarrollar, pues el coste principal recae sobre el sector público. Pero si queremos romper la dicotomía entre propietarios y no propietarios, en la que algunos parecen querer encontrar una nueva narrativa del conflicto social, es la única solución viable a largo plazo.