El pacto de gobierno firmado entre Podemos y Partido Socialista impone, para el período de gobierno que ahora arranca, una agenda de actuaciones políticas muy diversas que, de prosperar, supondrán un importante giro en la política económica seguida en los últimos años. Debemos esperar por lo tanto un gobierno más activo, con mayor vocación de realizar inversiones, y con un afán regulatorio que avanza desde el mercado de la energía, hasta frenar la proliferación de las casas de apuestas. Otros sectores, como el transporte o el propio mercado laboral, se verán también sometidos a nuevas regulaciones, buscando establecer un nuevo “campo de juego” para una economía mixta, característica propia de la economía española, tal y como se recoge en la Constitución de 1978.

La tendencia a un sector público activista no es una característica endémica de la economía española. De hecho, las nuevas orientaciones globales de la política económica apuntan a un mayor protagonismo de lo público, tanto en la política fiscal como en la política industrial y de investigación, así como en el imprescindible papel como redistribuidor en un contexto de creciente desigualdad. España se suma así a la corriente principal de la política económica moderna, cuyos exponentes recorren a Dani Rodrik, María Mazzucato, Joseph Stiglitz, o Paul Collier entre otros.

Pero esta tendencia a una mayor intervención en el mercado no debe entenderse como una puerta abierta a un intervencionismo indiscriminado, guiado sólo por la capacidad de algunos sectores para acceder a ”beneficios caídos del cielo” (windfall profits) o a rentas inmerecidas. En economía política, es sabido que buena parte de las regulaciones existentes consisten en una transferencia de rentas desde sectores no organizados -consumidores- a otros altamente organizados -productores. Pero las razones para la regulación de los mercados deben tasarse muy prudentemente para evitar profundizar en el capitalismo “de amiguetes”, que es uno de nuestros males endémicos.

¿Cómo podemos actuar? Quizá podamos extraer conclusiones interesantes de la experiencias de otros países avanzados. Partiendo de que buena parte de nuestra regulación de mercados depende de las competencias de la Unión Europea, podemos examinar buenas prácticas en materia de preparación de las regulaciones y nuevos programas públicos. En el Reino Unido, por ejemplo, se extendió el concepto de políticas públicas basadas en evidencias, que va más allá de la mera evaluación expost -en déficit permanente en España- para proponer una serie de guías específicas que el decisor debe responder antes de proponer una nueva política o programa.

De esta manera, antes de poner en marcha una nueva política, y en función de su tamaño, deberíamos tener evidencias de que esa política puede funcionar en España, que se dan las condiciones para su correcta implementación, y que las decisiones que se tomen van a generar los efectos deseados. En un país donde apenas se extraen lecciones de las evaluaciones expost, plantear evaluaciones exante de las políticas públicas puede parecer revolucionario, pero al mismo tiempo puede suponer un importante elemento de legitimidad y de solidez en las nuevas formulaciones públicas. También desde el mundo anglosajón, la Oficina de Asuntos Regulatorios de Estados Unidos mantiene un marco de referencia que obliga a atender a los efectos globales (en términos de coste-beneficio) y, particularmente, los efectos redistributivos de las regulaciones y políticas públicas. Ejercicios que suponen que las nuevas regulaciones deben contar con un estudio en profundidad que las avalen y demuestren un incremento neto del bienestar social.

España está dando pasos en estas direcciones. Los ejercicios del Spending Review desarrollado en el marco de la AIREF suponen un importante punto de partida, pero son de momento demasiado limitados y no se ha encontrado la manera de trasladar sus conclusiones al diseño de nuevas políticas públicas. Se debería reforzar ese papel para garantizar una adecuada comprensión del alcance, efectos y beneficios netos de cada política pública puesta en marcha, así como de cada nueva regulación. El debate público se enriquecería en gran medida y nuestros dirigentes podrían tomar decisiones mejor informadas.

En nada ayuda, a este esfuerzo, la proliferación de reglas, regulaciones y normas que existen en nuestro país. En una cifra ya alejada en el tiempo -en 2010- el Blog Hay Derecho identificaba hasta 100.000 normas vigentes en nuestro país, muchas de ellas fruto del desarrollo del Estado Autonómico. Este exceso regulatorio no ha propiciado una mejor calidad institucional, sino más bien una cacofonía que dificulta el crecimiento económico y la competitividad de nuestras empresas.

Si se revisa y mejora la solidez de nuestras políticas públicas, y se mejora la calidad regulatoria con evidencia y estudios a priori de sus efectos, el nuevo gobierno habrá dado un paso de gigante en la consolidación de un estado y una economía modernizada y a la altura de nuestros socios europeos. Y si, como resultado de esto, se mejora la confianza de la ciudadanía en nuestras instituciones -hoy muy maltrecha, a juzgar por los datos de los barómetros del CIS- habremos contribuido enormemente a mejorar la calidad de nuestra democracia. El reto es enorme pero está a nuestro alcance.