Nací, crecí y estudié en un barrio de pijos. A mi pesar, conozco ese ambiente, con sus fobias, tics, manías y patologías. Vivía entre Ferraz y Pintor Rosales, una zona residencial del barrio de Argüelles. Estudié en el Fray Luis de León, un colegio católico con curas que exaltaban a Franco y nos molían a palos con cualquier pretexto. Pasaba los veranos en una exclusiva urbanización del Mediterráneo, que se promocionaba regalando apartamentos a los capitostes del franquismo. Carrero Blanco, Suárez y Carmen Franco y Polo aceptaron el obsequio y algunos se pasearon por sus playas, comercios y restaurantes, con su séquito de guardaespaldas y mayores o menores dosis de ostentación. Mi padre murió cuando yo tenía ocho años y la pensión de mi madre apenas nos permitía llegar a fin de mes. Afortunadamente, el piso de Argüelles, con vistas al Parque del Oeste, era de renta antigua y el alquiler muy bajo, pero vivíamos debajo de un ático y las goteras convirtieron la vivienda en una cueva, con grandes manchas de humedad y un frío que penetraba en los huesos. Mi madre conservaba algunas joyas de mi abuela y las empeñaba una y otra vez para abonar las facturas. El recuerdo de sus excursiones al Monte de Piedad aún me produce abatimiento. Al final, vendió las joyas, pero gracias a eso mi hermana y yo pudimos estudiar en la universidad y preparar unas oposiciones, consiguiendo plaza como profesores de secundaria.

Cuando hace unos días, Esperanza Aguirre, ex presidenta de la Comunidad de Madrid, montó un numerito en la Gran Vía, arrollando la moto de un agente de Movilidad y huyendo a toda pastilla de la policía municipal hasta refugiarse en su palacete de Malasaña, reconocí de inmediato las señas de identidad de los pijos que conocí en mi infancia y primera juventud: arrogancia, pésima (o inexistente) educación, desprecio por los derechos ajenos, autocomplacencia, una lengua envenenada y una hipocresía proverbial, que no retrocede ante la mentira, la manipulación o la indiferencia hacia el sufrimiento de los otros. Si otro ciudadano hubiera actuado como Esperanza Aguirre, habría sido reducido, apaleado, acusado de atentado contra la autoridad y habría dormido en los calabozos de la comisaría de Moratalaz, el “Guantánamo” de Madrid. Sin embargo, los dos guardias civiles de su escolta intentaron resolver el incidente con un parte amistoso. La “Juana de Arco Liberal” (por utilizar la delirante expresión de Vargas Llosa, cada vez más empeñado en ser el nuevo Ernesto Giménez Caballero de las letras hispanoamericanas) protestó con su mala baba habitual: “¿Qué pasa, bronquita y denuncia? Vais a por mí porque soy famosa; tienes la placa, denuncia al vehículo”. Esperanza Aguirre, que ni siquiera llevaba los papeles del coche, ha tardado varios días en disculparse, presionada por su propio partido. Eso sí, ha invocado su condición de sexagenaria, ha acusado a los agentes de machismo y ha comentado con desdén que “la moto estaba pésimamente aparcada”. La aguerrida lideresa que hace unos días elogiaba a la policía ya no parece tan entusiasmada con las Fuerzas de Seguridad del Estado. En su deleznable artículo “¿Manifestaciones o motines?” (ABC, 31-03-14), afirmaba que el 22-M constituyó un “acto de terrorismo callejero”. Imagino que intentar atropellar a un agente de Movilidad -de acuerdo con el relato de la denuncia-, arrollar su moto y huir después de la colisión, ignorando las sirenas de los policías que la persiguieron por el centro de Madrid, no es un “acto de terrorismo callejero”, sino la justificada reacción de una pobre mujer de 62 años, cruelmente maltratada por la autoridad pública por invadir y obstruir el carril bus de la Gran Vía en una hora punta. A fin de cuentas, la intervención de seis agentes en la trifulca es una irrefutable prueba de violencia de género.

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